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TENÍAMOS UN TERRENO y después de jubilarnos, sacamos todos nuestros ahorros y comenzamos a construir una casita con un pequeño jardín. Tuvimos muchas noches en vela y ofrecimos muchas oraciones debido a las finanzas, o para encontrar a veces buenos y fieles constructores. Por fin, tras dos años de lucha, nuestra casa soñada estaba lista y nos mudamos. Estaba lejos del ruido de la ciudad, el polvo y la contaminación. Comenzamos a vivir sencillamente con las necesidades básicas. Estábamos en paz y tranquilos, muy a gusto.
Comenzamos ajuntar semillas de flores, frutas y plantas. Pasamos horas en el jardín, limpiando, deshierbando, regando y disfrutando su belleza. Con frecuencia pensaba en el jardín del Edén. Cuando Dios creó esta tierra, todo era hermoso. No tenía defectos. Dios habló y todo quedó hecho. Sin espinas, hierbas y cardos.
Nos regalaron unas cuantas semillas que crecerían hasta ser enormes árboles frutales. Mi esposo preparó la tierra, le agregó abono y sembró las semillas; luego se le olvidaron completamente. Después de casi un año, una semilla germinó. Un día, mientras limpiaba el jardín, pude ver unas pequeñas hojas que se asomaban. No sabía cuál planta era y lo dije a mi esposo. La miró y dijo que era un lichi.
Me maravilló toda la paciencia con que Dios trabaja con cada pecador, para que se arrepienta y vaya a él. Durante cuarenta largos años Dios trabajó con Moisés para enseñarle la paciencia para tratar a los hijos de Israel; Moisés se convirtió en un gran líder. Ese mismo Dios nos vigila día y noche, en espera de nuestro crecimiento espiritual. Nos guía y corrige, pero solamente si confiamos en él.
Fue maravilloso trabajar con la tierra. Hubo una flor más que se tardó en brotar como siete u ocho meses. Teníamos ganas de verla florecer y cuando lo logró, resultó ser un lirio de un hermoso color granate. Admiramos la belleza: tenía cinco pétalos y floreció un día solamente. Para la noche, había cerrado sus pétalos. ¡Fue gloria de un día! Si Dios puede cuidar así a una florecita que apenas durará un día, ¡cuánto debió amarnos para hacernos, seres mortales, a su imagen y semejanza!
Winifred Devaraj