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NUNCA PENSÉ QUE LA MUERTE PUDIERA ser tan repentina, hasta que mi padre falleció de un infarto. Nunca había pensado que en cuestión de segundos, podría perder a mi padre. Perdí al hombre que nos había dado tanto amor y afecto. No nos despedimos. No hubo palabras. Cuando visu cuerpo sin vida, solamente lloré con fuerza, porque sabía que jamás volvería a verlo sonreír. Ya no podría abrazarlo. Nunca compartiría mis alegrías y penas con él otra vez. Aún tenía ilusiones para él y mi madre. Pero ya no se harían realidad.
Fue tan difícil aceptar que se había ido para siempre. Cuando murió, primero pensé en mi madre. ¿Cómo soportaría la pérdida de su amado esposo de casi 45 años? Los dos habían sido muy íntimos. Desde su matrimonio, jamás hubo un periodo en que estuvieran separados. Siempre cumplieron sus votos de estar juntos en las buenas y en las malas. Disfrutaban tanto su mutua compañía. Podían hablar todo el día sin cansarse de repetir las mismas historias una y otra vez. A veces me divertía escuchar relatos que había escuchado siendo una niña pequeña. Ahora mi madre se quedaba sin el hombre con quien había pasado su vida.
El dolor sobrecogió a nuestra familia. Mi madre sufrió una depresión. Enfermó y a veces no quería comer o no podía dormir. Día tras día perdía peso. Pensé que también la perderíamos. Pero mediante la providencia de Dios y su guía, pudimos ajustamos a nuestra pérdida. Él nos fortaleció y restauró nuestros espíritus quebrantados. Enjugó las lágrimas de nuestros ojos.
La muerte es inevitable. Puede suceder en el momento menos esperado. Cuando ataca, puede devastar a la familia. La intensidad del dolor es terrible. Los que quedamos, no debemos perder la esperanza. Debemos ser fuertes para enfrentar la realidad de la muerte. Sobre todo, conservemos la fe en Dios y en nuestra esperanza de que algún día estaremos otra vez con nuestros seres queridos.
Minerva M. Alinaya