|
EN LA PRIMAVERA DE 1982 mi hija estaba en primer grado y mi hijo tenía un año. Mi vida como madre de dos niños era estresante. En cuanto llegaron las vacaciones, empaqué y fui con mis hijos a casa de mis padres. Había obtenido mi licencia apenas dos años antes, pero me sentía capaz de conducir 100 kilómetros. Las vacaciones que pasamos en el campo pasaron rápidamente. Consciente de los beneficios del aire fresco y el agradable sol primaveral, salía la naturaleza con mis hijos, ayudé a mi madre en el jardín, caminé y visité a mis amigos y parientes.
Pero las dos semanas terminaron. La mañana de mi partida, mis padres y dos de mis hermanos menores ya habían salido a trabajar al campo. Después de meter el equipaje en el auto y a los niños en el asiento trasero, me coloqué frente al volante. Di vuelta a la llave, pero no encendió. Intenté otras dos veces, pero sin suerte. Miré a ver si alguien pasaba por ahí que pudiera ayudarme, pero nadie pasó. Volví a intentar, una y otra vez, sin resultado.
Mi ansiedad aumentó cada vez más y mis niños perdían la calma.
-¿Ahora qué hacemos, madre? -preguntó entonces mi hija.
-No sé –respondí al levantar el capó. No sé por qué lo levanté, pues no tengo conocimientos mecánicos; pero al mirar el motor, noté que un cable colgaba suelto cerca de la batería. Vi que al final tenía una especie de pinza. Luego noté otro cable con pinza conectado a una terminal, así que pensé que el cable suelto tenía que conectarse a esa terminal. Cuando la conecté y volvía girar la llave del encendido, el auto arrancó. ¡Qué alivio! Pero no pude decir algo antes de escuchar a mi hija.
-Sabía que iba a arrancar, porque oré.
Aprendí una lección importante de una niña de siete años: llevar todo ante Dios, porque con él cualquier cosa es posible. Si sientes que los problemas te abruman, arrodíllate, ora y colócalos en manos de quien puede resolverlos.
Lidia Poll