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ERAN LAS 7 DE LA MAÑANA y el mundo seguía dormido. La mayoría de los negocios seguían cerrados, para no mencionar los bancos y oficinas del gobierno, que tanto necesitaba yo esa fatídica mañana. Tenía que llegar al centro en transporte público antes de las 8:30, así que me apresuré a salir.
Encontré abierta la puerta del edificio que necesitaba y cuando entré, me di cuenta de que el lugar estaba completamente vacío, ni siquiera había un guardia de seguridad en su caseta. Ahora todo lo que necesitaba era llegar al quinto piso a entregar el sobre que llevaba. Debió ser cosa fácil, pero los elevadores me asustan, mucho más si voy sola. Así que hice lo sensato y subí las escaleras. La puerta de las escaleras estaba cerrada, fui a buscar otra ruta. Entré por una puerta que parecía conducir a algún lugar, pero cuando se cerró tras de mí, me di cuenta de que era un callejón sin salida, literalmente. Ahora me había encerrado en el hueco de una escalera vacía. Me sentí como una rata atrapada en un laberinto muy pequeño y empecé a sentirme ansiosa.
Más fuerte que mi pánico era mi conciencia de que Dios supera cualquier aprisionamiento. Comencé a cantar un himno en francés: «No temas, porque te amo y siempre estaré contigo». Tanto más aumentaba mi pánico, más fuerte cantaba y cuando ya no recordaba la letra, recité el Salmo 23, combinado con frenéticas llamadas de auxilio y una simple oración: «Querido Dios, no me dejes sola; ¡por favor envía a alguien que me saque de aquí!».
Afortunadamente, las paredes del hueco eran de cristal, que calmaron mi creciente claustrofobia. En medio de mis cantos y oraciones desde mi celda de vidrio, llamé la atención de un hombre que escuchó mis gritos y fue tan amable como para rescatarme. Después de agradecerle efusivamente, me di cuenta de que yo misma había convertido aquel sitio en mi jaula; hubiera tomado el elevador para ahorrarme tanta penuria.
Si no reclamamos la sangre de Jesucristo, ¿cómo podremos escapar de la prisión artificial del pecado? Vayamos a él sin inhibiciones, confesemos nuestros pecados y creamos que la victoria está asegurada.
Jeanette Belot