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ME INGRESARON AL HOSPITAL universitario para docentes una mañana del lunes. Pensé que mi fractura me dejaría inmóvil dos o tres semanas, a lo mucho, pero para mi desgracia, estuve ahí exactamente dos meses y diez días.
Pedí a mi esposo que me llevara literatura bíblica para que yo la compartiera con otros pacientes, y la gente que me fuera a visitar. En mi primer sábado en el hospital, miembros de la iglesia fueron conmigo a cantar, convivir y orar. También me dejaron regalos para que yo los diera a otros pacientes; los sorprendía que otra paciente les entregara cosas que ella necesitaba para sí misma.
No fueron menos de 50 los grupos diferentes que me visitaron cada día durante mi estadía, para cantar canciones de victoria y orar. Una paciente le pidió a un pariente mío que también fuera a orar por ella. ¡Alado sea el Señor, ella se recuperó! Todos sus dolores se desvanecieron y sanó más rápido de lo que habían predicho los doctores.
Las miembros ejecutivas del ministerio de la mujer adventista a nivel nacional fueron a visitarme un día, pero no encontraron mi sala.
-Creo que conozco a la paciente que buscan -les dijo una empleada del hospital.
Se preguntaron cómo era que me conocía.
-La conocemos por sus oraciones -indicó ella y que, además, cada sábado me arreglaba para la iglesia. Mi hermana menor, que me atendía, también daba estudios bíblicos, cantaba y oraba al Señor del sábado.
Un pastor fue a orar a la sala un domingo y se sorprendió de que una paciente estuviera feliz y compartiera literatura cristiana. Durante mi estancia, nadie murió, todos nos fuimos gozosos, rebosantes de buena salud.
Aunque anduve con muletas durante los siguientes cuatro meses, los miembros de mi iglesia local y del distrito, continuaron llenándome de amor.
Sin importar las circunstancias, podemos ser testigos para nuestro Señor, lo que hace un gran cambio en los demás.
Falade Dorcas Modupe