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EL PERSISTENTE TIMBRE DEL TELÉFONO me hizo mirar el reloj de la pared. Casi eran las 9:00 p.m. «¿Quién llamará a esta hora?», me pregunté. Cuando respondí, una mujer se presentó como asociada de un bufete de abogados. Quería saber si me presentaría como testigo en el caso de la patria potestad de uno de mis alumnos. La audiencia tendría lugar en otra ciudad, sobre un paso de montaña, como a 113 kilómetros de mi casa. No me agradó.
Ya había estado en el tribunal como testigo en otro caso de custodia. De ser posible, no quería repetir la experiencia. Sabía que hasta los casos judiciales simples pueden a veces llevar más de un día. Además, necesitaría conseguir que otra maestra me sustituyera.
Dije a la mujer que el chico en cuestión llegaba a la escuela limpio y presentable, iba bien en sus materias, era agradable y se llevaba bien con los demás alumnos. Añadí que yo no había notado señales físicas o emocionales de abuso y que su madre, a veces se ofrecía a ayudar en el salón.
-¿No hay algún papel que pueda firmar para explicar mi testimonio, en vez de presentarme en el tribunal? -pregunté.
-Sería inútil, pues la otra parte no podría hacer preguntas para defender su lado del caso -dijo ella.
Su respuesta me tomó por sorpresa y mi mente se desvió sorpresivamente, como si alguien hubiera dejado caer un gran letrero frente a mí, con letras enormes que anunciaban: «¡Eso es lo malo del chisme!».
El chisme es tan prevalente que es fácil aficionarse. Pero ahora lo veía desde otra perspectiva. Cayeron las envolturas de pretextos para dejar ver las dañinas cicatrices que el chisme suele dejar, que son más injustas porque los sujetos en discusión no están disponibles para defenderse.
La oración del salmista es mi oración ahora: «Que te sean gratas mis palabras y te deleiten mis pensamientos, Señor, mi fortaleza, mi redentor» (Salmos 19:14). Por la gracia de Dios, que así sea.
Marcia Mollenkopf