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UNA PRECIOSA CHIQUILLA de cinco años, me dijo una vez el nombre que su madre le había dado. Entonces, con una expresión burlona, me preguntó:
-¿Cuál es el nombre que te dio tu madre?
Cuando le respondí, ella replicó:
-¿Por qué no simplemente te llamó Elizabeth?
¿Sabes? Estoy totalmente de acuerdo. La vida habría sido más sencilla para mí. Frecuentemente me han señalado, detenido o demorado, porque algunas personas rehusaban el intento de pronunciar mi nombre.
El mío no es un nombre que se pueda encontrar en cualquier lista de clase. Cuando mi nombre no apareció en el reporte de los resultados de un examen que yo había tomado, todos los que me conocían estuvieron sorprendidos y desanimados. Mi nombre estaba en el reporte, pero era el que mi madre había reservado para asuntos oficiales, no Urceline, el nombre que usaban mi familia, mis vecinos, mis maestros y mis amigos.
Mucho después, estaba en el proceso de hacer un compromiso para toda la vida, con un joven con el cual había estado asociada por varios años. Durante una plática con el pastor que conduciría la ceremonia matrimonial, me preguntaron cuál nombre me gustaría que apareciera en el certificado de matrimonio. Pronunciando cada sílaba tan clara y precisamente como pude, respondí con orgullo.
-Quilvie Galethia Green.
Podrás imaginar mi conmoción cuando mi futuro esposo, como en un disparo, dijo en perfecto patois de Jamaica (se traduce al español):
-¡No conozco a nadie con ese nombre!
Mi nombre ha servido como chiste, ha sido mal escrito y mal pronunciado. Ha provocado comentarios como «extraño», «insólito», «único» e incluso «de la realeza». He aprendido a apreciar y disfrutar mi nombre, pero especialmente, me ilusiona el momento cuando reciba el nuevo nombre, el que Dios dará a cada uno de nosotros cuando estemos en el cielo (Apocalipsis 2:l7). ¿Tú no?
Quilvie G. Mills