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«Caótica». Esa fue la palabra que utilizó mi profesora para describir a mi familia después de una visita que nos hizo. Y creo que el adjetivo nos encaja a la perfección. Mi familia era ruidosa y teníamos un desorden total. Para empezar, éramos demasiados. Yo tenía una gran lista de quejas sobre mi familia: tenía que compartir el baño con dos hermanos apestosos que siempre dejaban la tapa del inodoro levantada, porque eran incapaces de acordarse de bajarla. Devoraban la comida rica en cuanto mi madre la ponía en la nevera, y ponían la tele a todo volumen. Mi hermana nunca quería hacer nada divertido, era una aburrida total; mi padre llevaba siempre pantalones pasados de moda cuando iba a recogerme a la escuela y mi madre les decía a mis amigos que yo tenía unas orejas tan grandes que se me veían por fuera del cabello (gracias, mamá). Yo quería librarme de mi familia, hasta que tuve la mía propia.
Mi esposo también deja la tapa del inodoro levantada y mis dos hijos no saben ni usar el inodoro. Greg no lleva pantalones pasados de moda, pero tiene unas camisetas horripilantes que siempre lleva como si fueran preciosas. Además, nadie llena nuestra nevera de comida: o lo hago yo, o simplemente no tenemos qué comer. Tampoco viene nadie a recogerme a la salida del trabajo: tengo que ir yo misma manejando a todas partes. Tengo que limpiar la casa, llevar las cuentas, y básicamente tengo que hacerlo todo. Ahora me doy cuenta de que la vida con mis padres y mis hermanos no era tan mala, solo que por entonces yo no me daba cuenta y no sabía valorarla.
A veces no nos damos cuenta de lo bueno que tenemos hasta que lo perdemos. Dios sabe esto, y lo dijo cuando permitió que Sisa, el rey de Egipto, atacara Jerusalén. El pueblo tuvo que someterse a él y Dios dijo que por fin podrían darse cuenta de la diferencia que hay entre servirle a él y servir a otras naciones. Y efectivamente, los israelitas se dieron cuenta de la diferencia. Entendieron que servir a Dios es mucho mejor, solo que antes no habían sabido valorarlo.
A veces creemos que la vida sería mejor sin Dios, sin tantas reglas estrictas, tantas prohibiciones y tantas expectativas por parte de los demás. Pero quienes han intentado vivir la vida sin Dios te pueden decir que todos los mandamientos son para nuestro bien y nos ayudan a vivir mejor servir al Señor es, en realidad, la mejor manera de vivir. No intentes descubrirlo de la forma más dura; elige ahora, mientras aún eres joven, lo que más te conviene: Jesús.
MH