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Era el peor escenario que me pudiera imaginar. En un solo accidente me había fracturado el brazo izquierdo y la nariz. Mi rostro se veía como aplanado, con el cartílago y el hueso de la nariz rotos en pedacitos. Habían pasado dos semanas desde aquel accidente y mi nariz había comenzado a sanar de forma aplanada. Yo sabía que el médico tenía que hacer algo drástico, pero no sabía qué exactamente. Mientras estaba sentado en su silla, él miró mi nariz y me dijo: «Agárrate de algo. Esto te va a doler». De repente su mano estaba en mi cara y sus dedos preparados como si fuera a pellizcar juguetonamente mi nariz. Me agarré del reposabrazos, dándome cuenta de que lo que fuera que él iba a hacer, lo haría sin analgésicos. Pero en lugar del metal frío del reposabrazos encontré la mano de mi madre agarrando con firmeza la mía con todo el amor que se puede comunicar con los dedos. Dejaré de lado los espeluznantes detales, para decir que sentir el apoyo de mi madre alivió muchísimo el dolor.
El libro de Hageo tiene solo dos capítulos, pero en tan pocas palabras llama a la gente a ver más allá de su dolor y a comenzar el proceso de reconstrucción de su fe y de su vida. Habían pasado dieciocho años desde que habían regresado a reconstruir Jerusalén y todavía su templo, que simbolizaba su verdadera fuente de protección y sanidad, estaba en ruinas, las mismas que habían dejado Nabucodonosor y su ejército, la gente estaba angustiada. Hageo repite dos veces en su mensaje que Dios les asegura que estará con ellos, como se lo había dicho a sus antepasados apenas unos días después de su liberación de Egipto. A través de los profetas menores Dios asegura, a ellos y a nosotros, que está a nuestro lado, sean cuales sean las circunstancias de nuestra vida. Así que si no aprendes nada más de estos profetas, al menos aprende que Dios está siempre presente, siempre amándonos a pesar del dolor y siempre tratando de llegar a las personas que están o no prestando atención.
GH