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Cuando era niño, creía que llevaba siempre conmigo un escudo invisible que me protegía del mal. Detrás de ese escudo, yo podía deambular por campos de barro, deslizar me por bases de beisbol y subirme a los árboles sin temor a que me pasara nada. Mi fiel escudo eran mis pantalones de mezclilla. Recuerdo que mi madre no pensaba igual que yo. Un día en que rompí las rodilleras de otro pantalón, mi madre me dio unos de mezclilla. nuevos y me dejó bien claro que no podía ensuciarlos, rasgarlos, ni romperlos. ¡Bajo ningún concepto! El primer día lo logré, pero nuestra casa estaba rodeada de colinas que me suplicaban que rodara por ellas. Finalmente no pude aguantar más y me deslicé por una. Después me levanté con una sensación de mareo tal que supe que había sido una de las mejores caídas de mi vida. Mis pantalones, que momentos antes habían sido azules, estaban verdes. Temiendo por mi vida, corría la casa y me cambié de pantalones, enterrando los manchados en el fondo del cesto de la ropa sucia. Qué idea tan brillante.
La mujer que llevaba doce años enferma no ocultó su problema como hice yo. En aquella época, cuando la gente sufría enfermedades largas, los líderes religiosos les decían que era una maldición de Dios por algo que habían hecho. Cuando aquella mujer con flujo de sangre oyó que Jesús iba a pasar por su ciudad, decidió dar una última oportunidad a su esperanza. Lo encontró entre la multitud y le tocó la ropa que, culturalmente, era una manera atrevida de decir: «¡Ayúdame!». La Biblia dice que se curó al instante. Jesús dijo que su sencillo acto de fe la había sanado.
Me doy cuenta de que a veces actúo igual que aquella vez con aquellos pantalones. En lugar de enfrentarlos problemas, me deshago de ellos y me escondo. Pero esta historia nos enseña que no importa cuán sucia esté nuestra vida, Jesús no nos dará la espalda, sino que nos ayudará a limpiarla. Pero primero tenemos que acudir a él con fe. ¿Tienes algún problema que traer hoy a Jesús?
GH