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UN ESCRITOR DE LIBROS muy famoso llamado Stephen Covey, contó una vez una experiencia que tuvo una mañana de domingo en el metro de Nueva York. En el vagón había muchas personas; unas iban leyendo el periódico, otras descansando, otras hablando..., cuando, en una de las paradas, entró un hombre con sus hijos. Los niños comenzaron a hacer ruido y a portarse mal. No dejaban a los otros pasajeros seguir haciendo sus cosas, porque aquellos muchachos llamaban demasiado la atención.
El padre se sentó al lado de Stephen y cerró los ojos. Parecía que no le importara lo más mínimo el desorden que estaban armando sus hijos. Estos corrían de un lado al otro por todo el vagón, tirando cosas y jalando los periódicos de los demás pasajeros. Imagínate... ¡Y el papá no les decía nada de nada!
Stephen estaba irritado, no podía creer que el papá de los muchachos fuera tan despreocupado y dejara que sus hijos molestaran de aquella forma. Así que se dirigió al hombre y le dijo:
-Señor, sus hijos están molestando a todo el mundo. ¿Puede usted hacer algo para que dejen de molestar?
El hombre lo miró y le respondió:
-Sé que usted tiene toda la razón, debería hacer algo, pero acabamos de salir del hospital donde la mamá de ellos acaba de morir. Yo no sé qué hacer, y creo que ellos tampoco saben qué hacer. Por eso me cuesta mucho regañarlos.
Después de saber lo que le estaba ocurriendo a aquella familia, Stephen sintió compasión por ellos. Dijo: «Lo siento mucho, ¿le puedo ayudar en algo?». Sus sentimientos cambiaron cuando supo la verdad.
A veces pensamos mal de los demás, pero no conocemos la causa de su comportamiento. Si la conociéramos, los trataríamos mejor, porque sentiríamos compasión. No juzguemos duramente a nadie, sino mostremos compasión. Así como Jesús, que sentía compasión de todo el mundo. Cuando actuamos con compasión, estamos dejando que Jesús actúe en nuestros corazones.