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SE CUENTA QUE, durante la Guerra de Independencia Estadounidense, el sargento de una pequeña compañía de soldados estaba dando órdenes a sus subordinados para que transportaran una viga muy pesada. Necesitaban la viga para llevar a cabo una estrategia militar, pero los soldados estaban exhaustos y no habían logrado trasladarla hasta el punto donde debían dejarla. Cuando apenas les quedaban fuerzas para moverse, el sargento alzó la voz:
-¡¡¡Muevan esa viga!!! ¿Qué les pasa, no me oyen? ¿No desayunaron hoy? ¡¡¡Vamos, con fuerza!!! ¡¡¡Levanten esa viga!!!
Pero los soldados no podían más. Un caballero que pasaba por allí sin uniforme militar, le preguntó al sargento:
-¿Por qué no los ayuda usted?
-¿¡Qué!? -respondió el sargento, indignado-. Yo no soy un soldado raso, yo soy un sargento.
-¿De veras es usted un sargento? -dijo el desconocido con ironía.
Quitándose el sombrero, el desconocido bajó de su caballo y ayudó a los soldados en su pesada tarea. Las gotas de sudor comenzaron a correr por su frente y, cuando la viga estuvo por fin en su lugar, el hombre se dirigió de nuevo al sargento:
-Sargento, cuando vuelva a tener un trabajo como este y le falten hombres para hacerlo, mande a buscar a su general; yo vendré con mucho gusto y le ayudaré de nuevo.
El sargento no podía creerlo; aquel hombre era nada más y nada menos que George Washington, general de su ejército y futuro presidente de los Estados Unidos. Washington sabía que no hay nada deshonroso en ayudar, sino todo lo contrario. Estamos aquí para servir a los demás, para ayudar en lo que podamos. Nuestro general, Jesús, hizo exactamente eso: dejó el cielo para venir a ayudarnos a ser salvos.
¿Quieres ser realmente grande? Ayuda a alguien hoy.