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SE CUENTA, aunque no se sabe si es verdad, que Napoleón Bonaparte, el que fue emperador de Francia, se alojó una noche en una posada junto con parte de su ejército. A la mañana siguiente, cuando bajó a desayunar, Napoleón dijo al posadero:
-Ha sido usted muy bueno conmigo y con mis soldados, y quiero recompensarlo por su generosidad, ¿qué desea que haga por usted?
El posadero, sorprendido, pensó: «Si le pido mucho, quizás se enoje conmigo y me castigue...». Y mientras aún pensaba, Napoleón le preguntó con impaciencia:
-¿Y bien, qué desea?
-Excelencia, nuestras necesidades son pocas -explicó el posadero-, tenemos todo lo que necesitamos y ha sido un placer servirles. No quiero ninguna recompensa.
-Pero yo insisto en recompensarlo -insistió Napoleón-. ¡Dígame qué puedo hacer por usted!
-Está bien -accedió el posadero-, me gustaría que nos contara algunas de sus experiencias de batalla, como la que le sucedió durante la campaña de Rusia, cuando el enemigo se apoderó de la granja donde usted se escondía. ¿Cómo se sintió cuando el enemigo lo encontró?
Cuando el posadero terminó de hablar miró al emperador y quedó horrorizado: tenía una expresión de furia. Napoleón llamó a dos de sus hombres, que agarraron al posadero y a su esposa, los sacaron al patio, los llevaron a un rincón y los pusieron de espaldas. El posadero suplicaba: «¡Por favor, tenga piedad de nosotros!». Entonces Napoleón dijo: «Ahora ya sabe cómo me sentí yo cuando el enemigo me encontró».
No podemos comprender lo que sienten los demás porque no estamos en sus zapatos. Pero tenemos un Salvador que sí comprende todo lo que sentimos, porque se hizo humano. Puedes contarle todas tus cosas a Jesús, porque él te entiende mejor que nadie y se pone en tu lugar. Es el mejor amigo que puedes tener