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JEREMY era de buena familia. Hilcías, su papá, era sacerdote. Vivían cómodamente en Anatot y creían en Dios, Jeremy estudiaba en una escuela cerca de su casa pero tenía pocos amigos porque era tímido. Siempre pensó que, cuando fuera mayor, no iba a ser nadie importante. Sus padres querían que fuera al seminario para ser sacerdote como su papá, pero Dios tenía otros planes para él.
Todas las mañanas, Jeremy leía su Biblia y su devocional, y oraba. Su papá miraba las noticias, que no eran nada buenas; solo se escuchaban informes de violencia por las calles, robos, y malhechores. Ni siquiera el pueblo de Dios hacía lo correcto, pues adoraban a falsos dioses. Una tarde, mientras Jeremy hacía sus tareas, escuchó una voz suave; era Dios. «Jeremy, ¿sabes una cosa? -le dijo Dios—. Yo te conozco desde antes que nacieras y tengo una obra especial para ti. ¡No me puedes decir que no! Ve al lugar que yo te envíe y habla en mi nombre». Jeremy se asustó: «Señor, soy un chico, aún no sé hablar bien». No quería hablar porque era cobarde, pensaba: «¿Hablarle yo a esa gente mala? ¿Y si me hacen algo?». Pero Dios le dijo que no tuviera miedo, que él lo acompañaría. E hizo algo grandioso; le tocó la boca a Jeremy y lo hizo fuerte, valiente y sabio. Así que Jeremy se cambió de ropa, se fue en su scooter y habló valientemente. Dijo al pueblo que Dios los amaba y quería que se arrepintieran y se volvieran a él. Pero nadie escuchó. Enojadísimos se pusieron los sacerdotes con aquel mensaje; dijeron que Jeremy se lo había inventado y se propusieron matarlo. Entonces Dios le dijo a Jeremy algo que lo dejó boquiabierto: «Lo mejor es que no ores por ellos. Cuando me pidan ayuda, no los voy a oír».
Mañana terminaremos esta historia, pero por hoy, solo decirte una cosa: Dios te cualifica para ayudar en su obra. No creas que no tienes talentos o que no sabes hacer nada; si quieres servir a Jesús en la iglesia, pon tus capacidades a su servicio y él te hará saber dónde encajas mejor. Lo importante es que tengas buena disposición.