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ME ENCONTRABA EN FAIRHAVEN, Massachusetts, cuando mi hermana Elizabeth, dos hermanos más y yo decidimos ir a visitar a una familia en la Isla del Oeste. Para ello abordamos un barco de vela. Estaba anocheciendo cuando partimos. Apenas habíamos recorrido una corta distancia cuando de repente se levantó una tempestad. Llovía torrencialmente, tronaba y relampagueaba. A todos nos pareció que íbamos a naufragar y que pereceríamos, a menos que Dios nos librara.
Me arrodillé en y le supliqué al Señor que nos salvara. Allí, en medio de las olas, mientras el mar daba la impresión de querer tragarnos vivos, tuve una visión y vi que era más fácil que se secara toda el agua del mar a que nosotros perdiéramos la vida en aquella tormenta, pues Dios tenía una misión especial para mí y yo tenía que cumplirla. Cuando salí de la visión, todos mis temores se habían disipado. Cantamos y alabamos a Dios y aquella pequeña embarcación se convirtió en una iglesia flotante.
Uno de los hermanos estaba intentando anclar, pero el anclase deslizaba por el fondo. Nuestra embarcación era sacudida sobre las olas e impulsada por el viento. Era tanta la oscuridad que de proa a popa no se veía nada. Pronto el anclase afirmó, y el hermano pidió auxilio. Había tan solo dos casas en la isla, y resultó que estábamos cerca de una de ellas, pero no era aquella a la cual deseábamos ir. Toda la familia se había retirado a descansar, con excepción de una niñita que providencialmente oyó nuestro pedido de auxilio. Su padre acudió pronto en nuestro socorro y, en un bote, nos llevó a la orilla. Pasamos el resto de aquella noche agradeciendo a Dios y alabándolo por su admirable bondad hacia nosotros.
Ellen G. White
*Adaptado de Primeros escritos (Doral, Florida: ADPA, 2010), cap. 1, p. 45.