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EL CEDRO DEL LÍBANO mencionado en el Salmo 92 es el que crece en las áreas montañosas de la región mediterránea, desde Turquía y la República Libanesa hasta Marruecos. Es el árbol nacional del Líbano y aparece como un Símbolo en la bandera del país. Al Líbano se lo conoce como el país de los cedros. Aunque existe una gran variedad de ellos, tienen características especiales: es una madera muy fina, semejante a la madera de cedro con que hicieron el primer templo de Jerusalén. Son árboles que crecen entre 25 y 50 metros de altura y viven hasta 2000 años. Tienen la cualidad de ahuyentar insectos y gusanos. Bajo techo, es una madera que dura muchos años.
En el Antiguo Testamento Israel es comparado al majestuoso cedro, una de las figuras más hermosas.
El cedro del Líbano era honrado por todos los pueblos del Oriente. El género de árboles al que pertenece se encuentra dondequiera que el hombre haya ido, por toda la tierra. Florecen desde las regiones árticas hasta las zonas tropicales, y si bien gozan del calor, saben arrostrar el frío; brotan exuberantes en las orillas de los ríos, y no obstante, se elevan majestuosamente sobre el páramo árido y sediento. Clavan sus raíces profundamente entre las rocas de las montañas y audazmente desafían la tempestad. Sus hojas se mantienen frescas y verdes cuando todo lo demás ha perecido bajo el soplo del invierno. Sobre todos los demás árboles, el cedro del Líbano se distingue por su fuerza, su firmeza, su vigor perdurable, y se lo usa como símbolo de aquellos cuya vida «está escondida con Cristo en Dios» (E. G. White, Patriarcas y profetas, pág. 425).
Como el cedro del Líbano, el creyente implanta profundamente sus raíces en Cristo y su Palabra y, cuando se desata la fiera tempestad, permanece firme, sostenido por el brazo poderoso del que no ha perdido una sola batalla. No crece en una tierra blanda y superficial, sino que está cimentado en la Roca de los siglos. De la misma manera en que el aroma de la madera de cedro perfumó el palacio del rey David y el interior del templo de Jerusalén, la vida del creyente despide el aroma perfumado del evangelio de Cristo, capaz de conducir a las almas a los pies de la cruz.