|
CUANDO SALIÓ DE EGIPTO, el pueblo de Israel tenía la promesa de llegar a una tierra de la que fluía leche y miel, la tierra prometida. Para llegar allá, había dos caminos posibles: (1) pasar por la tierra de los filisteos, lo que les llevaría pocos días para poseer la tierra por heredad, (2) atravesar el desierto, pasando por el monte Sinaí, y tardar unos tres meses en llegar a Canaán. Sin embargo, fueron guiados por el desierto, por el camino más largo, y en lugar de llegar en pocos meses, tardaron 40 años.
Esta historia nos lleva a preguntarnos: ¿Por qué tardaron tanto tiempo en llegar? ¿No podía Dios prepararlos pronto e introducirlos en Canaán? Si analizamos detenidamente los hechos entendemos, primero, que el pueblo de Israel no estaba listo para asumir la responsabilidad de su libertad, y esto no se asume de la noche a la mañana. Segundo, todavía tenían que aprender muchas lecciones que el desierto les enseñaría: la fe, la paciencia, la obediencia, el orden, entre otras. Tercero, tenían una fe muy débil, y esta debería ser fortalecida con los milagros que Dios les mostró. Cuarto, tenían que aprender a humillar su corazón, lo cual lograrían mediante las pruebas en el desierto.
El camino de Dios es el mejor, aunque muchas veces no parezca correcto ante nuestros ojos. En ese camino, de muchas pruebas, escabroso y angosto, debe pulirse el metal y refinarse el oro. Así como en el desierto las noches son muy frías y los días inmensamente calientes, así es el camino del Señor que nos lleva a la Canaán celestial. Si te resistes a seguir ese camino no llegarás allí, y pronto perderás el rumbo, porque tu Guía va por el camino que te ha señalado que sigas. Para seguir la guía de Dios, hay que cultivar una relación con Jesús mediante la oración y su Palabra todos los días. Los que erran el camino son los que apartan su vista de él. En su camino, Dios provee luz para el tiempo de oscuridad y refugio para el tiempo de prueba.
El salmista nos anima diciendo: «Alzaré mis ojos a los montes. ¿De dónde vendrá mi socorro? Mi socorro viene de Jehová, que hizo los cielos y la tierra» (Salmos 121: 1, 2).