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EL PUEBLO DE ISRAEL gozaba de las bendiciones de Dios pero cuando se alejaba de él sufría las consecuencias. Bien señala el salmista: «El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente. Diré yo a Jehová: esperanza mía y castillo mío, mi Dios, en quién confiaré» (Salmos 91: 1, 2).
Durante los periodos de prueba, el pueblo se mantenía fiel y firme ante Dios. Pero por otro lado, se confiaba e ignoraba lo que acontecía a su alrededor. No sabían que Dios estaba protegiéndolos de la maldición que Balac quería enviar sobre ellos. Balaam había dicho: «Este pueblo, como león se levanta, como león se yergue. No se echará hasta que devore la presa y beba la sangre de los muertos» (Números 23: 24).
Como dice el versículo de hoy, el pueblo de Israel comenzó a prostituirse con las hijas de Moab, las cuales, invitaban a los sacrificios que ofrecían de sus dioses. Eso encendió la ira de Dios y provocó que retirara su bendición. Dijo entonces a Moisés: «Toma a todos los príncipes del pueblo y ahórcalos ante Jehová a plena luz del día, para que el ardor de la ira de Jehová se aparte de Israel» (Números 25: 4). Moisés les dijo a los jueces que eliminaran a aquellos de su familia que se habían juntado con Baal. Fue así como murieron 24 000 israelitas por haber ido en pos del pecado de Moab.
La maldición de Balac nunca cayó sobre Israel porque hasta entonces se mantenían fieles, y los moabitas estaban convencidos de que mientras Israel permaneciera fiel a Dios, él sería su escudo. Pero más tarde descuidaron su comunión con Dios y Satanás aprovechó para tentarlos al mal. Con la maldición de Balac, Satanás no pudo vencerlos pero al seducirlos a la idolatría, logró hacerlos caer.
El único procedimiento certero consiste en elevar diariamente, con corazón sincero, la oración de David: «Afirma mis pasos en tus caminos, para que mis pies no resbalen» (Salmos 17: 5).