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El nacimiento de Tori

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“Quédense quietos, reconozcan que yo soy Dios” (Sal. 46: 10).

La tarde que mi esposo me llevó hasta el hospital de nuestro pequeño pueblo rural, sentía mucha aprensión. Mi sentimiento no tenía fundamento, ya que este era mi tercer embarazo, y no había tenido complicaciones con mis primeros dos partos. Además, mis dolores todavía no eran muy fuertes. ¿Por qué sentía temor?

Llegamos al hospital y pasé bien la noche. A eso de las cuatro de la mañana, las contracciones se hicieron más fuertes y, para las cinco, estaba decididamente en trabajo de parto. Lamentablemente, el bebé estaba de nalgas. Cuando el joven médico trató de darle vuelta, me causó el dolor más intenso que alguna vez haya sentido. Cada vez que él trataba de acomodar al bebé, yo gritaba.

Pero, a través del dolor, repetí vez tras vez el versículo de hoy: “Quédense quietos, reconozcan que yo soy Dios". Aunque sentí un dolor extremo, seguí repitiendo ese versículo y me llené una paz no humana. No parecía real. Cuando tenía una contracción, el latido del bebé disminuía considerablemente, indicando sufrimiento fetal. El joven médico finalmente llamó al otro doctor, quien tenía una trayectoria de treinta años en la zona y había traído al mundo a muchísimos bebés. Él decidió que había que realizar una cesárea de inmediato.

En ese momento, todas las enfermeras en el hospital eran voluntarias, y la única enfermera quirúrgica, a quien necesitábamos para mi cesárea, vivía a unos ochenta kilómetros del hospital. Era marzo, y los caminos estaban resbalosos y llenos de nieve. Así que, tuvimos que esperar a que ella llegara y se preparara para poder entrar en el quirófano antes de poder comenzar con la cirugía.

Mientras tanto, los dolores de parto no cesaban. Con cada contracción, los latidos de mi bebé disminuían. A pesar del intenso dolor, "mi" versículo permanecía en mi mente y sentí paz frente a todo lo que sucedería. Sabía que el Señor estaba al control y que, sin importar el resultado, estaría bien, porque él estaba a cargo.

Finalmente, pudieron hacer la cirugía. Me dieron anestesia total y, cuando desperté, todavía sentía esa paz. "Sabía" que mi bebé había muerto y que había sido un varón (mi esposo había anhelado un varón); pero me sentía en paz. Esperéa mi esposo. Cuando llegó, estaba llorando lágrimas de gozo y alivio.

-Tenemos una niña -me dijo-, ¡y está bien!

¡Mi Dios es tan bueno! La llamamos Victoria; ¡ella realmente es victoriosa! Es nuestro bebé milagro. “Quédense quietos, reconozcan que yo soy Dios”.

 

GAYLE A. KILDAL

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