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Hace poco me detuve en un restaurante de comida rápida local, para comprar mi desayuno. Me dirigía al trabajo temprano ese día y había decidido que no quería tomar mi desayuno en casa a las seis. Al parar frente a la ventanilla de venta rápida, noté que decía que no abría hasta las 6:30. Miré el reloj en mi auto. Eran las 6:31. ¡Qué alivio! Estaba feliz de no haber ido más temprano y esperaba que realmente hubieran abierto.
Una voz alegre me saludó y tomó mi pedido. Manejé hasta la ventanilla, pagué y tomé mi desayuno. Estaba nuevamente en mi camino en menos de dos minutos.
Me entristece que la mayoría de los sábados de mañana soy la primera en llegar a mi iglesia. Abro la puerta, prendo las luces y espero… y espero... y espero. ¿Dónde están todos? Llegan las 9:30, y pasan las 9:30 y nadie llega.
Esa mañana, en el restaurante de comida rápida, los empleados no llegaron a las 6:30; ellos ya estaban allí, y tenían comida preparada y lista para comenzar a servir a las 6:30.
Sé que todos los días laborales la mayoría de las personas llegan a sus lugares de trabajo a tiempo. De hecho, llegan antes de que comience su horario, para poder comenzar a trabajar a tiempo. Entonces, ¿por qué tratamos a Dios con tanta irreverencia y falta de respeto? ¿Por qué sentimos que podemos llegar tarde a nuestra reunión semanal con él?
Estoy segura de que si cuando llegué al restaurante a las 6:31 hubiera tenido que esperara que ellos se acomodaran, prendieran los equipamientos y cocinaran mi desayuno, me habría marchado o nunca hubiese regresado. Pero, como tuve una experiencia tan placentera, con seguridad regresaría.
¿Cómo se siente Dios cada semana? Es una bendición saber que no es como nosotros. Indudablemente, si lo fuera, no volvería semana tras semana al horario estipulado, para encontrarse con una iglesia vacía. Pero él está allí, semana tras semana, y se está preguntando: "¿Dónde están mis hijos? ¿Por qué no han venido a estar conmigo?"
Él y yo, y tú, si asistes a mi iglesia, estamos esperando. "Vayamos hasta su morada; postrémonos ante el estrado de sus pies" (Sal. 132: 7).
ANGELE PETERSON