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El santuario tenía un solo acceso, esto nos recuerda que hay una sola puerta para tener derecho a la salvación; esa puerta es Jesús. Cuando el adorador ingresaba al atrio, lo primero que veía era el altar para sacrificar a las víctimas inocentes. Medía dos metros y medio tanto de longitud como de anchura y un metro y medio de altura. Estaba hecho de madera de acacia y recubierto de bronce. A diferencia del altar del incienso en que un fragante aroma lo caracterizaba, el altar de bronce era un lugar donde se derramaba la sangre del animal.
La primera tarea del sacerdote consistía en examinar a la víctima que traía el adorador para verificar que cumpliera con las estipulaciones divinas. Tenía que ser un animal perfecto. Entonces, la persona colocaba su mano sobre la cabeza del animal y así transfería la culpa. De inmediato el animal era degollado. Así Dios podía perdonar los pecados: cuando la persona reconocía su error y aceptaba el método divino para reconciliarse.
Por su parte, los sacerdotes debían mantener el fuego del altar ardiendo permanentemente (Levítico 6: 13), esto mostraba la continua disposición divina de recibir a cualquier persona que se arrepintiera sin importar el día y la hora. Hoy, Dios siempre está dispuesto a recibirnos cuando acudimos a él solicitando el perdón. Nunca lo importunamos. La oración que Dios responderá al instante es cuando pedimos perdón. El autor de la Carta a los Hebreos afirmó: «Acerquémonos, pues, con confianza al trono de nuestro Dios amoroso, para que él tenga misericordia de nosotros» (Hebreos 4:16).
El altar encuentra su cumplimiento en la cruz donde Jesús murió. Dios solo puede perdonarnos cuando aceptamos el sacrificio de Jesús como la víctima inocente que ocupó nuestro lugar. Por lo tanto, la salvación es un regalo que se recibe por fe. Un regalo costoso para Dios, ya que significó la muerte de su Hijo. Los corderos debían ser perfectos, pues representaban la vida perfecta de Jesús en esta tierra. También en la Carta a los Hebreos leemos en cuanto a la perfección de Jesús: «Jesús es precisamente el Sumo sacerdote que necesitábamos. Él es santo, sin maldad y sin mancha, apartado de los pecadores y puesto más alto que el cielo» (7: 26).