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A Dios le interesa cada aspecto de nuestra vida, aun nuestra alimentación. Afortunadamente, nuestro Padre celestial anticipó hace muchos siglos asuntos relacionados con la salud que apenas hoy se promueven. Los israelitas recibieron leyes específicas en cuanto a cómo alimentarse con el único propósito de que se distinguieran por ser saludables. También somos santos delante de Dios cuando acatamos las normas de alimentación de Levítico 11. Asimismo, hay una unión entre la salud física y nuestra capacidad de discernir entre el bien y el mal; así como sensibilidad para entender la voluntad de Dios para nuestra vida. Si gozas de salud, vas a tener fuerza física y moral, esto resultará en alegría y disposición para servir a Dios.
La razón primordial para que el pueblo se abstuviera de comer ciertos animales consistía en que ellos habían sido libertados por Dios de la esclavitud. Por tanto, le pertenecían, pues él los sacó de Egipto. Este sería el impulso primordial para obedecerlo: «Yo soy el Señor, el que los hizo salir de Egipto para ser su Dios. Por lo tanto, ustedes deben ser santos porque yo soy santo»> (Levítico 11: 45). Antiguamente, cuando alguien quería libertar a un esclavo tenía que pagar una fuerte suma de dinero. De manera semejante, Dios nos recuerda que nos ha comprado mediante el sacrificio de su Hijo en la cruz. Una manera de honrarlo es cuando cuidamos nuestra salud y seguimos los claros lineamientos que ha estipulado en su Palabra. El apóstol Pablo tenía presente esta verdad cuando afirmó: «Dios los ha comprado. Por eso deben honrar a Dios en el cuerpo» (1 Corintios 6:20).
Aceptar esta verdad implica que no necesitamos esperar a que las autoridades sanitarias de los países obliguen a las empresas a colocar un «etiquetado claro» en sus productos para saber que sí comer o beber; tampoco dependemos que un médico nos indique las graves consecuencias de consumir algunas carnes como el cerdo o el camarón; igualmente, no son las fatales estadísticas de muertes por el consumo de alcohol, tabaco y drogas las que nos convencen de no consumir estas sustancias. Por el simple hecho de que Dios lo afirmó siglos antes de que la ciencia lo afirmara, es suficiente para creer y obedecer este asunto tan crucial.