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Luego de haber enviado a un grupo de sus discípulos a su primera jornada misionera sin su supervisión directa, Jesús se reunió con ellos para recibir el informe de lo que había sucedido y para seguir formándolos. Al parecer, todo les había ido bien, y les había gustado la experiencia. Especialmente les había agradado ver cómo el poder de Dios obraba a través de ellos para sujetar a los demonios en nombre del Señor. Jesús, por su parte, los animó, les confirmó que ciertamente había visto cómo el enemigo estaba airado por lo que habían hecho, y les reafirmó también que había puesto su poder a disposición de ellos, para ayudarlos a someter a las fuerzas del enemigo. Entonces, Jesús dijo otra cosa que nos muestra un retrato de cómo es Dios.
Parafraseando las palabras del Maestro, dijo: “Aunque están contentos y emocionados, no quiero que lleguen a pensar que lo más importante es lo que ustedes hicieron para Dios o los logros que obtuvieron para su gloria. Lo más importante, y el principal motivo de gozo, debe ser lo que Dios ha hecho por ustedes al inscribir sus nombres en el libro de la vida. La verdadera razón para regocijarse no es que ustedes tengan poder sobre el enemigo, sino que el enemigo ha dejado de tener poder sobre ustedes gracias a Cristo”.
Aquí Jesús nos muestra que, para Dios, el llamado va primero que el ministerio. Lo que somos en Cristo es más importante que lo que hacemos para Cristo. Dios está más interesado en la relación que tenemos con él, que en los logros que alcanzamos en su nombre. Y cuando nos da la oportunidad de servirlo o de trabajar con él, su propósito es que eso nos ayude a desarrollar una relación de amor y obediencia más profunda con él.
Al parecer, a Jesús le hubiera gustado escuchar a los discípulos decir: “Durante este viaje, hemos podido entender mejor el amor del Padre por nosotros y el privilegio de servirte a ti, y estamos más resueltos a amarte y obedecerte”. Sin embargo, los discípulos se conformaban con haberle propinado unos cuantos golpes a Satanás.
Si logras algo hoy, alégrate y dale la gloria y el crédito a Dios; pero si no logras nada extraordinario, recuerda que tu salvación no depende de eso, sino de lo extraordinario que Cristo hizo ya por ti, y que te convierte en ciudadano del Reino de los cielos.