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El amor de Dios por nosotros no es un plan de emergencia ni una reacción tardía tras el pecado. Al contrario: su amor es desde antes de que llegáramos a la existencia. Ese amor no tiene que ver con sentimientos fluctuantes; no fue algo que Dios sintió después de habernos creado. Nosotros no hemos originado el amor de Dios, sino que ya existía desde antes de nuestro origen. Somos tan solo aquellos en quienes ese amor se ha manifestado.
Fue ese amor autónomo y eterno lo que hizo que Dios decretara, antes de la fundación del mundo, que todas las personas que aceptáramos a Cristo como nuestro Salvador personal pasáramos a ser parte de sus escogidos para una vida de santidad. La Biblia no está diciendo aquí que Dios escoge a quienes, de entre los seres humanos, van a llegar a creer en Cristo, sino que a todos los que creen en Cristo él los escoge. Bíblicamente hablando, un escogido es toda persona que cree en Cristo. Al tomar la decisión de creer en el Hijo, el Padre nos da el privilegio de ser santos y vivir sin mancha. ¿Cómo ocurre esto? De la misma manera que ocurre la escogida, es decir, en Cristo.
Un santo es alguien que ha entregado el control de su vida a Cristo; y ahora, habiendo renunciado al mundo y a sus caminos, se dedica a cumplir la voluntad de Aquel a quien se entregó. Pase lo que pase en la vida de esa persona, debido a que vive en santidad, Dios se encargará de obrar en ella mediante su Espíritu, para darle la victoria: “Pero ahora, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús; los que no andan según la carne, sino según el Espíritu” (Romanos 8:1).
La Biblia no dice que los santos, los escogidos, seamos personas perfectas, que no cometen errores ni pecan; eso no existe ni existirá en este mundo de pecado. El énfasis que nos presenta este retrato de Dios es que nuestra parte consiste en asegurarnos de estar en Cristo, de permanecer en él; gracias a eso somos escogidos, santos; ahora es Cristo quien se encarga de presentarnos sin mancha delante de Dios.
“Miren cuánto nos ama Dios el Padre” (1 Juan 3:1, DHH). Yo no necesito más, ¿y tú?