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Desde siempre, Satanás ha tratado de vender la idea de que Dios odia a los pecadores y les demuestra su odio enviándoles maldiciones. Y esta idea ha ido ganando espacio en la mente de muchos a lo largo de los siglos. Sabemos de civilizaciones antiguas que fueron formadas bajo la creencia de que sus dioses reaccionaban de acuerdo con el comportamiento de los seres humanos, y que era necesario llevarles ofrendas para apaciguar su ira e impedir que derramaran su furor sobre los mortales.
Aun entre los creyentes cristianos de hoy en día hay quienes tienen dificultad para ver a Dios cerca cuando están sufriendo. Las lágrimas que derraman sus ojos empañan su visión de manera momentánea, y es necesario que terminen esas lágrimas para que puedan ver de forma clara. Muchos cristianos, en medio de su tribulación, han hecho más profundo su abismo de dolor al pensar que, en esos momentos, Dios se ha alejado de ellos. Esto no es nada nuevo, el propio salmista exclamó hace milenios, cuando estaba atravesando una situación difícil: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? ¿Por qué estás lejos de mi salvación y de mi clamor? [...] No te alejes de mí, porque la angustia está cerca, porque no hay quien ayude” (Sal. 22:1, 11).
Y por si el dolor a solas no fuera suficientemente duro, en ocasiones aparecen quienes parecen tener el “ministerio” de hundir más al que ya está hundido. Esto tampoco es nada nuevo. Las palabras de Elifaz, amigo de Job, que fue a “consolarlo” cuando sufría, nos muestran cómo funciona este “ministerio”: “Recapacita, ¿qué inocente se ha perdido? ¿Dónde los rectos fueron destruidos? Como yo he visto, los que aran iniquidad y siembran injuria, la siegan. Perecen por el aliento de Dios, por su enojo son consumidos” (Job 4:7-9). Aunque las palabras de Elifaz son ciertas, no es el tipo de mensaje que se debe dar a una persona que sufre.
La Biblia enseña que Dios no abandona a los que sufren, sino que está cerca de quienes “tienen el corazón hecho pedazos”. Esto significa que hay esperanza de liberación si el sufrimiento es injusto; de fortaleza si el sufrimiento es inmerecido; de perdón si sufrimos por nuestros propios errores. Las circunstancias varían, pero una cosa es igual siempre: Dios nunca nos abandona, sino todo lo contrario: está cerca de nosotros para salvarnos.