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Solo en Dios hay verdadera grandeza. La Biblia así lo afirma: “¡Señor, no hay nadie como tú! Pues eres grande y tu nombre está lleno de poder” (Jer. 10:6, NTV); “Rey grande sobre toda la tierra” (Sal. 47:2); “Porque grande es el Señor, digno de suprema alabanza” (1 Crón. 16:25). Sin embargo, a pesar de que Dios es el único ser digno de alabanza debido a su grandeza sobrecogedora, la tendencia de los seres humanos es a darnos alabanza los unos a los otros, o cada uno a sí mismo.
Esta es una clara muestra de la degradación que ha sufrido la humanidad con relación a su estado original. Habiéndose corrompido la capacidad que Dios nos ha dado de reconocer lo bello, lo sublime y lo que tiene verdadera grandeza, hemos terminado poniéndonos a nosotros mismos y a otros en el lugar que solo puede ocupar Dios.
¿Y cuántas veces, después de haber alabado a alguien, nos hemos arrepentido de nuestras palabras al comprobar que el objeto de esa alabanza no era más que un sujeto imperfecto y falible? Cuánta sabiduría, entonces, encontramos en el consejo divino que registró para nosotros el profeta Jeremías, cuando escribió: “‘No se alabe el sabio de su sabiduría, ni de su valentía se alabe el valiente, ni el rico se alabe de su riqueza. Sino alábese en esto el que se haya de alabar: en entenderme y conocerme, que yo soy el Señor, que actúo con bondad, justicia y rectitud; porque eso me complace’, dice el Señor” (Jer. 9:23, 24). No hay nada en el ser humano digno de alabanza: ni la sabiduría, ni la valentía ni la riqueza. Nada.
El único motivo legítimo de alabanza consiste en conocer la grandeza del carácter de Dios. Cualquier otro motivo nos lleva directo a la idolatría. Necesitamos, pues, conocer tanto como nos sea posible a Dios, y fijarnos en sus atributos, para poder rendirle alabanzas que estén acorde con su grandeza, y para dejar de alabar a nadie que no sea él. Necesitamos, como pueblo de Dios y en cada santuario construido para dar alabanza a Dios, enseñar, practicar y estimular el deber humano, y sobre todo cristiano, de dar gloria, honor, alabanza y honra al único sabio, inmortal y poderoso: Dios, Jehová de los ejércitos.
Regocíjate y canta, hermano mío, hermana mía, que lees estas líneas, porque grande es en medio de ti el Santo de Israel (lee Isa. 12:6).