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El Señor explica que la hipocresía está en la base de la vivencia de la religión que tienen algunos cristianos. Ciertos creyentes hacen cosas aparentemente religiosas con el único propósito de impresionar a otros con su “fe” o su “bondad”, y así lograr aprobación y alabanza humanas, en vez de buscar aprobación divina y alabar únicamente a Dios.
Si tal vez crees que es imposible que haya cristianos así, puedes ver que es el Señor mismo quien dice: “Cuando ayunéis, no pongáis la cara triste, como los hipócritas que desfiguran sus rostros para mostrar a los hombres que ayunan” (Mat. 6:16). ¿Puedes creerlo ahora? Sí, hay miembros de iglesia que ayunan (lo cual sería espiritualmente bueno, hecho por los motivos correctos), pero no lo hacen por razones espirituales, sino carnales: para que los vean y digan: “¡Qué espiritual es!” Pero todo es mentira. Cuando se apagan las cámaras se acaba el teatro, y quienes los conocen de verdad saben que no hay nada auténtico en sus apariencias de piedad.
Dios quiere que sus hijos sepan, que él rechaza esta hipocresía y no tiene planes de recompensar a nadie por actuar así. Por tanto, hemos de decidir si queremos la recompensa mundana de la aprobación y admiración de la gente que ignora quiénes somos en realidad, o el premio de Dios reservado para quienes viven una fe sincera, sencilla y confiada en él.
La fe cristiana no es un concurso de actuación para ver quién resulta ser el mejor actor. Dios no parece, él es. Él no se exhibe, se manifiesta; y cuando lo hace, todos se dan cuenta de cuán grande es él. Y esa es la forma en que quiere que vivamos la fe. Por eso, cuando ayunes, cuando diezmes, cuando ofrendes, hazlo en secreto; no des manifestaciones externas de ello ni lo comentes con nadie. Y eso será lo único secreto, porque la recompensa te la dará Dios en público, como él considere que debe dártela. Entonces, no muestres el “sacrificio”, muestra la recompensa.
Jesús condena la hipocresía, es decir, la práctica de hábitos religiosos motivada por razones antirreligiosas. ¿Por qué? Porque suponen un grave peligro espiritual: nos alejan de la verdadera fe. No se trata de ser “bonitos” por fuera, mientras por dentro somos sepulcros blanqueados; se trata de ser auténticos por fuera, en coherencia con una religión sincera, vivida por dentro y practicada con discreción y amor.