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En Mateo 6:22, Jesús habla del “ojo”, pero no refiriéndose a nuestra visión física, sino a la espiritual. El ojo es aquí símbolo del alma, de la conciencia. Así como nuestro ojo físico puede percibir la luz y la oscuridad, espiritualmente hablando tenemos la capacidad de entender cuándo algo pertenece al reino de la luz o al reino de las tinieblas, y podemos discernir lo uno de lo otro.
Jesús nos está diciendo que un cristiano necesita desarrollar el discernimiento espiritual para poder vivir en la luz, y no en las tinieblas. Parte de ese discernimiento, como indica el contexto, es saber distinguir entre dos mentalidades diferentes, una de la luz y otra de las tinieblas: la mentalidad que da a los tesoros terrenales la prioridad, y la que da a lo espiritual el primer lugar. Hacer de Dios lo primero es la “lámpara”, que hace que en nuestra forma de mirar haya luz.
Sin el discernimiento que recibimos por medio de la comunión con Dios, nuestros “ojos” no saben mirar, por eso nos cuesta dar a las cosas terrenales el valor que realmente tienen. Es a través del “ojo” del alma, es decir, del discernimiento recibido por medio del Espíritu Santo, que podemos tener un filtro mental que ponga cada cosa en su debido lugar. Y así, brillamos. No con luz propia, sino con la luz de Dios.
La persona con ojo bueno tiene una experiencia real con Dios, es sincera en la vivencia de su fe; es sencilla y escoge lo mejor, lo justo, lo amable y lo limpio porque aprende, con Dios, a discernir. Su ojo espiritual está orientado a la luz. El “ojo maligno” representa a la persona con el orgullo que lleva a la ceguera espiritual, que no sabe mirar y por eso escoge lo malo: prefiere las cosas de este mundo, que pertenecen a las tinieblas.
La fe cristiana conlleva el desarrollo del discernimiento espiritual. Cuando nos comprometemos con Cristo, hemos de hacerlo con los cinco sentidos. Cada decisión cuenta. Cada conversación, cada lugar al que vamos, cada persona con quien escogemos, relacionarnos, trae luz o tinieblas a nuestra vida. Seamos intencionales en el cuidado de nuestra fe. No podemos esperar que el mundo se acomode a nosotros, pero sí podemos escoger y decidir no amar el mundo ni las cosas que están en él.