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Creer lo que Dios hace en nosotros es más importante que saber explicarlo. A veces perdemos de vista el panorama completo del actuar de Dios porque estamos tratando de identificar alguna prueba de cómo interviene en nuestra vida, pero nuestra seguridad en Dios no debe estar basada en nuestros sentidos.
Cuando Jesús explicó a Nicodemo cómo actúa Dios en nuestra vida, lo ilustró con el viento.
Dios actúa en forma soberana. ¿Verdad que no le decimos al viento de dónde debe venir ni adónde debe ir? ¡Porque no hay nada que podamos hacer para que el viento sople ni para que deje de soplar! Nos toca aceptar que “el viento sopla de donde quiere”. Así también, la salvación es una obra soberana que se origina en Dios. No somos nosotros quienes decidimos cuándo, cómo ni dónde. Al igual que sucede con el viento, lo único que podemos hacer es experimentarlo.
Aunque no entendemos cómo sucede, podemos ver los resultados. No necesito saber de dónde viene o adónde va el viento para creer que existe, porque puedo oír su sonido y sentir y observar su efecto. No tengo que explicar por qué sopla para estar seguro de que lo hace, pues puedo sentirlo. Así también es Dios: no es necesario que yo entienda como obra Dios para llegar a creer que existe, porque puedo ver los resultados de su obra en mi vida y en las de otros. Dios quiere que sepamos que la salvación es una experiencia concreta que se revela en nuestra vida, transformando nuestro corazón y trayendo cambios en las costumbres, las ocupaciones y el carácter.
La condición para recibir a Dios es la fe. Así como creemos en el viento sin saber de dónde viene ni adónde va, tenemos que aceptar que en lo que Dios hace hay cosas que nunca sabremos de dónde vienen ni a dónde van. La salvación se recibe por fe, y se nos desafía por la Biblia a mantenernos viviendo por fe. No se nos ha prometido que lo entenderemos todo ni que tendremos todas las respuestas (y tampoco podría ser así, porque mucho de lo que queremos saber está más allá de nuestro entendimiento), pero sí podemos estar seguros de que el que comenzó la buena obra, la perfeccionará y la terminará cuando vuelva Jesucristo (ver Fil. 1:6).