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Dios es el Rey de reyes, y como tal es digno de honra y alabanza. El salmista David entendió muy bien esto cuando escribió: “Grande es Jehová y digno de ser en gran manera alabado” (Sal. 48:1). La grandeza de un rey se observa en el amor que prodiga a sus súbditos; y se ve también en la lealtad, la gratitud y la alegría que produce a esos súbditos vivir en su reino.
Los reyes reciben tributos y reconocimientos. Quien lleva un presente ante un rey quiere expresar gratitud y amor, y estas cosas están estrechamente ligadas a la alegría. Sería una ofensa presentarse con tristeza, desánimo o indisposición delante de un rey. Sería una ofensa aún mayor ofrecerle un presente con la actitud del que parece decir: “Me duele entregarle esto, pero aquí se lo entrego”.
Dios, como gran Rey que es, reconocido en toda la Tierra e inmenso en gloria, honor, poder, majestad y dominio, espera que sus hijos le ofrendemos con corazones alegres. Esto quiere decir que para Dios es muy importante el motivo y la actitud con los que presentamos nuestras ofrendas delante de él. Está fuera de lugar llevarle una ofrenda a Dios que esté motivada por la necesidad. Tal ofrenda no es digna de un Dios que es autosuficiente y que no necesita de nada ni de nadie. También es incorrecto tributar a Dios debido a la presión o a la influencia que otros ejercen sobre nosotros para que lo hagamos. Nuestro Dios es digno de ser grandemente alabado; basta con que el más sencillo ser humano contemple a Dios para encontrar en su propio corazón las razones por las que debe llevarle lo mejor y lo más grande al Señor. Por eso los tributos a Dios deben originarse en nuestro corazón.
Sobre todo, es incorrecto llevar nuestras ofrendas al Rey de reyes con tristeza. En la presencia del Señor hay plenitud de gozo, y si no experimentamos ese gozo es porque algo nos está faltando o no hemos comprendido bien. Dios es el Dios de la esperanza, del futuro glorioso, de la salvación completa y perfecta, y, por lo tanto, es digno de que los pueblos y las gentes batan sus manos, levanten su voz y proclamen su grandeza con gran alegría. ¡Dios ama esa alegría que es causada por su presencia y grandeza! Y es tan gentil que la recibe lleno de amor por ese dador alegre.