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El recién ascendido a teniente acababa de entrar en su nueva oficina por primera vez. Encantado con lo que veía a su alrededor, y sintiéndose supremamente orgulloso de su «bien merecido» ascenso, agarró el teléfono fijo que había encima de la mesa para hacer su primera llamada. En ese mismo instante, un soldado raso entró a la oficina. El teniente, queriendo impresionarlo, fingió estar hablando con el general:
-Sí, mi general, por supuesto que puede contar conmigo. Yo soy su hombre.
Tras colgar el teléfono, el teniente se dirigió al soldado:
-Adelante, soldado. ¿Qué es lo que usted quiere? -le preguntó.
-Mi teniente, me mandaron aquí para conectar su teléfono a la línea -le respondió el soldado-, porque aún no funciona.*
¿A quién no le gusta impresionar o, como mínimo, causar una buena impresión? Todas queremos que los demás tengan una opinión positiva de nosotras o, al menos, que no la tengan negativa. Y esto nos puede llevar a caer en uno de dos extremos:
1) aparentar ser lo que no somos (más espirituales, más profesionales, más humildes, más exitosas, en fin, más de lo que queremos que otros perciban de nosotras) o
2) mentir, ocultar y engañar para que no se descubra lo que somos.
Pero ¿por qué conformarnos con una versión ajena de lo que significa ser una persona distinguida, cuando tenemos una más elevada, que es la que nos ofrece Cristo? Como dice Henri Nouwen, «la grandeza espiritual no tiene nada que ver con ser más grandes que los demás; tiene todo que ver con ser tan grandes como cada uno pueda llegar a ser». Para la mujer cristiana, la medida con la cual ha de compararse es llegar a ser la persona que Dios quiere que sea. Y en esto, no hace ninguna falta fingir.
Querida amiga, Dios no te Deshecha como si lo que eres no sirviera para nada; Dios valora el material en bruto que representas, incluso aunque tú misma no lo valores; y sobre eso que aún necesita refinamiento, él construye la mejor versión de ti. No necesitas impresionar a nadie con nada, ni ocultar nada de nadie; solo necesitas agradarle a él.
Dios es un artesano del corazón, no del molde; un artesano del contenido, no del continente.
«Nunca tenemos que fingir con Dios. El quebrantamiento genuino le agrada más que la espiritualidad fingida». John Ortberg.
* John Ortberg, Me. The Me I Want to Be (Grand Rapids, Michigan: Zondervan, 2010).