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Recientemente estuve en una situación que me puso triste, y esa tristeza repentina se me notó. Verás, alguien (y no dudo que lo hiciera con buena intención) me envió un mensaje de WhatsApp que decía: «Si quieres excusas para deprimirte, búscalas en otra parte». Fue un jarro de agua fría sentir que no se me concedía el derecho a estar genuinamente triste sencillamente porque alguien percibía que el motivo de mi tristeza no era de suficiente envergadura y que añadía una carga a la relación (la cual esa persona no estaba dispuesta a cargar). Es cierto, la tristeza ajena puede ser una carga.
Impactada por el comentario, comencé a mirar hacia dentro: ¿Será que yo añado más dolor al dolor que otros sienten? ¿Permito a otros sufrir dignamente, sin juzgarlos cuando sus razones no me parecen suficientes? ¿Sé acompañar a los que lloran? Al fin y al cabo, este es un «ruego» (Rom. 12: 1, NTV) que nos hace el apóstol Pablo: «Si alguien está triste, acompáñenlo en su tristeza» (Rom. 12: 15, NBV). Es interesante que luego añade: «No piensen que lo saben todo» (vers. 16). No sabes, por ejemplo, por qué algo que a ti no te provoca ninguna emoción, a otra persona la pone triste. La humildad de reconocer nuestra ignorancia emocional es un primer paso para conectar con las emociones ajenas. Esa ignorancia emocional que tenemos la mostramos en maneras tan variadas como decir palabras vacías cuando otro está hundido; pretender tener las respuestas al dolor que desconocemos; o dar órdenes del tipo: «Ya, no exageres».
Acompañar en la tristeza es un acto de gran intimidad entre dos personas, y no es fácil estar presentes en distancias tan cortas. Lograrlo tiene como punto de partida el hecho de reconocer que la tristeza es una emoción humana básica. ¿Difícil de gestionar? Sí, tanto para el que se siente triste como para el que está presente en ese despliegue de emoción. Pero dejarla pasar sin más, o señalarla como algo inapropiado, es perder una preciosa oportunidad de echar anclas en el alma de otra persona. La auténtica conexión humana tiene que ver con discernir las emociones del otro, intentar comprenderlas y empatizar con ellas, y acompañar a la persona en ese momento. Esto es mucho más poderoso que un frío mensaje de WhatsApp.
Acompañar en silencio es una buena manera de estar. Un silencio que no juzga ni se despreocupa; que dignifica. Una presencia silenciosa y valiente puede convertirse en un ancla que nos une.
«La tristeza puede ser una carga, pero también un ancla». Sarah Dessen.