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La encantadora casa de campo de mi abuelita tiene muchos recuerdos alegres para mí, desde frascos llenos de galletitas hasta álbumes llenos de fotos de mi mamá de bebé, con mejillas regordetas. Me encanta preparar la mesa con los platos de sábado para comer pollo vegetariano, me encantan las flores que cuelgan en las ventanas. Pero cuando voy a la casa de la abuelita, me baño lo menos posible.
El cabezal de la ducha de mi abuela funciona perfectamente para su estatura de 1,47 metros. Está ubicado a 1,50 metros de altura y deja caer una llovizna apenas suficiente para limpiarse. Pero cuando yo, con mi estatura de 1,68 metros, intento bañarme en la regadera de la abuela, completo la ejercitación del día, simplemente intentando maniobrar debajo del cabezal. Siento que estoy haciendo gimnasia… hasta que me golpeo la cabeza contra la pared.
Aunque el cabezal de la ducha de mi abuelita funciona perfectamente para ella, yo necesito mi propia ducha para mantenerme limpia; y aunque la relación de mi abuela con Dios la salva a ella, no puedo contar con que su relación con Dios me salve a mí. Ni siquiera puedo contar con que la relación de mis padres con Dios me salve a mí. Necesito mi propia relación con Dios para que él me salve.
Quizá tus padres son hijos de Dios, pero eso no te hace nieto de Dios. Dios no tiene nietos. En cambio, “todos ustedes son hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús” (Gál. 3:26). Todos podemos tener una relación directa con él, y todos necesitamos esa conexión. Cuando comiences a sentirte seguro a causa de la fe de tus padres, recuerda que Dios quiere una relación contigo, y solo esa relación puede limpiarte.