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Paige y yo estábamos paradas en el pasillo de ofertas en el supermercado, mirando.
–Podríamos comprarle un destornillador en miniatura –sugirió Paige, tentativamente.
Paige y yo queríamos sorprender a Dustin con un regalo especial para su vigésimo cumpleaños, pero no se nos ocurría nada. Luego de revolver interruptores de luz y cubiertos, Paige divisó un cajón con frascos de vidrio.
–Mira, Olivia, ¡estos son superbaratos! ¿Qué podemos hacer con los frascos?
Decidimos llenar cada frasco de vidrio con algo diferente. En uno pusimos dulces; en otro, líquido para limpiar el parabrisas. Llenamos otros frascos con almíbar, avena, pelotitas y otros objetos al azar. El frasco más único tenía piedritas, agua y un pececito.
Paige y yo cargamos los frascos llenos en mi camioneta y fuimos hasta un cementerio, donde los arreglamos de manera atractiva. Entonces, le mandamos un texto a Dustin preguntándole “casualmente” si quería dar un paseo. ¡Dijo que sí!
Media hora después, volvíamos al cementerio, pero esta vez traíamos a Dustin en medio de las dos. Él caminaba y conversaba, completamente ajeno a nuestro plan. Entonces, vio todos los frascos.
–Parece que alguien está haciendo un experimento de ciencia allá –comentó–. Qué tonto. Paige y yo nos miramos.
–¿En serio? ¡Vayamos a ver!
Apenas Dustin se acercó, vio el cartel de “Feliz cumpleaños” y los regalos que le habíamos comprado. Ni siquiera tuvo que abrir los regalos porque los frascos de vidrio dejaban ver a la perfección el líquido limpiaparabrisas, los dulces e incluso el pececito, que, trágicamente, ¡había muerto durante nuestra ausencia!
Los frascos, a diferencia de las latas, dejan ver su contenido para que todos sepan qué contienen. Así, la Tierra permite que el resto del universo pueda ver a los seres humanos. Ángeles y hombres nos miran para ver si elegimos a Dios o a Satanás. Como el pobre pececito, estamos condenados a morir, pero tenemos esperanza si elegimos que Dios nos salve de un futuro mucho peor que terminar en un inodoro.