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Miré por la ventanilla la autopista, que pasaba volando ante mis ojos. Sentada en un autobús pequeño con un grupo de estudiantes universitarios de biología, comencé a arrepentirme de mi decisión de tomar una clase de ornitología en una universidad distinta a la mía.
–¡Detengan el autobús! ¡Es un pájaro!
El autobús se detuvo bruscamente en el arcén de la carretera, y todos los estudiantes de biología que me rodeaban sacaron sus binoculares. Suspiré y me acerqué los binoculares a los ojos. Así era: un ave estaba sentada sobre un cable cerca de la autopista. Qué… emoción.
A pesar de mi falta de fascinación por las aves sentadas donde siempre se sientan, durante esa clase de un mes sí comencé a apreciar por primera vez los binoculares (anteojos prismáticos). Con los binoculares, las aves que no lograba siquiera divisar de repente llenaban mi campo de visión. Podía distinguir cada pluma, y a veces, si tenía suerte, identificar correctamente qué ave era. Con los binoculares podía completar el formulario de observación de aves y sacarme una buena calificación en la clase.
Necesitamos binoculares metafóricos para la vida; no solo para agrandar las aves ante nuestra vista, sino para magnificar a Dios hasta que lo veamos solamente a él.
Él debería ser la Persona más grande ante nuestros ojos, y debemos observarlo cuidadosamente para comenzar a aprender de él como nunca antes. Nuestro corazón actúa como esos binoculares: puede enfocarse en cualquier cosa o cualquier persona, pero debemos tomar la decisión de enfocar nuestro corazón primeramente en Dios. Solo entonces llegará a ser el más importante y más cercano a nosotros.