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Hace varios veranos, fuimos con mi familia a Traverse City, en Michigan, para celebrar el vigésimo aniversario de bodas de mis padres. Mientras disfrutábamos de las atracciones del lugar, veíamos varias publicidades de paravelismo, una actividad en la que las personas vuelan por el aire detrás de una lancha a motor. Las publicidades funcionaron: papá y yo decidimos probar el paravelismo antes de volver a casa.
Seguido a esto, contratamos a un conductor para que manejara su lancha por el lago. Él nos dio instrucciones detalladas y nos enseñó señales para hacer con las manos. Luego, nos pusimos arneses y nos ubicamos en nuestros asientos en la parte posterior del bote. En pocos minutos, el bote aceleró y mi papá y yo lentamente nos elevamos en el aire. Llegamos a volar a tal altura que no podíamos ver personas… solo el agua debajo de nosotros. La vista desde allí me asombró por su serenidad. Fuera de los turistas y las publicidades, el lago se veía pacífico y en calma. El paseo terminó demasiado rápido; nos quitamos los arneses y volvimos a casa.
Sin un arnés, nuestra aventura de paravelismo hubiera sido imposible. El arnés nos mantuvo enganchados a la vela que nos elevaba por encima del bullicio y ajetreo de la ciudad turística. La fe, como un arnés, nos conecta a Dios, quien puede elevarnos más alto de lo que soñamos. Cuando nos conectamos a él, las opiniones de los demás parecen mucho más pequeñas e insignificantes. El bullicio y ajetreo de la vida diaria se oye más distante. Solo es importante la bondad de Dios; él trae paz a nuestra vida atareada.