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Durante la Segunda Guerra Mundial hubo un incidente, entre otros tantos, de esos que conmueve y fortalece el espíritu porque revela la tenacidad y perseverancia de la que es capaz el ser humano motivado por una causa digna. Un sargento de brigada afroamericano estrechó el estandarte contra su pecho y lo levantó en alto, con la esperanza de ser el primero en plantarlo en una posición estratégica del ejército enemigo. Pero cuando estaba muy cerca de la cumbre, fue gravemente herido. Cuando se le preguntó:
— Sargento, ¿dónde lo hirieron?
—Más alto, en la cumbre —fue su respuesta.
— Le pregunto si la bala lo hirió.
— A unos veinte metros de la cumbre.
Tenía destrozados un brazo y la espalda. Las sombras de la muerte caían sobre él, pero sus ojos estaban puestos en la meta, y al morir todavía murmuraba:
— Casi en la cumbre, casi en la cumbre.
Esta debería ser la actitud de todo soldado de Cristo. Debe estar tan ansioso de obtener el premio celestial que valore todas sus victorias en virtud de su progreso hacia esa meta. Y, conscientes de que estamos en un campo de batalla, al igual que el sargento, podríamos ser presa de los ataques del enemigo. Jesús no nos promete salir ilesos de la batalla, pero nos asegura la victoria. Él mismo «soportó la cruz, sin hacer caso de lo vergonzoso de esa muerte, porque sabía que después del sufrimiento tendría gozo y alegría; y se sentó a la derecha del trono de Dios» (Hebreos 12: 2).
Y a nosotros nos dice: «En el mundo, ustedes habrán de sufrir; pero tengan valor: yo he vencido al mundo» (Juan 16: 33). Si hoy sigues sus pisadas, tú también podrás decir: «He peleado la buena batalla, he terminado la carrera, me he mantenido en la fe. Por lo demás, me espera la corona de justicia que el Señor, el juez justo, me otorgará en aquel día» (2 Timoteo 4: 7-8, NVI).