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Stacy solía dar clases en una pequeña escuela en los bosques de Wisconsin. Allí los inviernos son muy fríos y nieva mucho. Después de la primera nevada, descubrió que los ratones del bosque habían elegido su escuela para pasar las vacaciones de invierno. Todas las mañanas, cuando Stacy encendía las luces, veía a dos o tres ratones correteando por las estanterías, buscando refugio.
Los ratones le parecían simpáticos, pero también sabía que podían tener enfermedades y no quería que estuvieran en su escuela. Así que compró algunas trampas y untó cuidadosamente mantequilla de maní en cada una de ellas. A la mañana siguiente, Stacy había cazado tres ratones. Se puso las botas y caminó hacia el bosque, donde los liberó, cerca de unas plantas. Stacy volvió a colocar las trampas. A la mañana siguiente, tenía cuatro ratones. Una vez más, se adentró en el bosque y puso de nuevo a estos ratones cerca de las plantas. Así fueron pasando los días. Cada mañana, Stacy encontraba más ratones en las trampas. Empezó a preguntarse cuántos habría en el edificio y cuándo se acabaría esa situación. Un día, Stacy creyó reconocer a uno que había dejado en el bosque el día anterior. «No puede ser, será que todos los ratones de campo se parecen», se dijo a sí misma. Aun así, a la mañana siguiente, Stacy utilizó un pincel largo para marcar de diferentes colores a tres de los ratones. ¿Y sabes qué? Eran los mismos ratones, que volvían una y otra vez. Intentó llevarlos a diferentes partes del bosque, darles vueltas y marearlos antes de soltarlos, pero siempre encontraban el camino de vuelta a la escuela.
Finalmente, Stacy trasladó a sus peludos amigos a un granero abandonado, a kilómetros de la escuela. Esos ratones me recuerdan dónde quiero acabar: en el cielo, con Jesús. Pueden pasarnos cosas malas, pero si mantenemos nuestros ojos puestos en él, seguiremos en el rumbo correcto.
Julie.