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Cuando Roberto Gómez Bolaños (Chespirito) creó la comedia El Chavo del 8 en 1973, jamás imaginó que el personaje de doña Florinda tendría un impacto en la comprensión de un aspecto de la conducta humana. Si has visto la comedia, recordarás que doña Florinda era una viuda pobre con un único hijo, Quico, a quien consentía. Lo notable es que doña Florinda se consideraba superior a los demás, refiriéndose a ellos como chusma.
Algunos años después del estreno de la comedia, el autor Rafael Ton acuñó la expresión síndrome doña Florinda» para describir a un pobre que odia a los pobres. Ton señala que hay un sector de la sociedad que, al mejorar su nivel de vida, muestra desdén hacia los demás en su vecindad y se molesta ante la perspectiva de que estos tengan las mismas oportunidades de progreso y bienestar que ellos alcanzaron.
En la Biblia hubo un profeta al que podríamos tildar de haber padecido el síndrome doña Florinda. Me refiero a Jonás, que después de haber huido de la presencia de Dios y haber sido condenado a morir ahogado en el embravecido mar, recibió una segunda oportunidad cuando Dios lo salvó mediante el gran pez que se lo tragó. Contrario a lo que podría pensarse, la experiencia de Jonás en el vientre del pez no fue un castigo, sino su salvación. Por esta razón, al final de su plegaria, Jonás concluye que «¡solo tú, Señor, puedes salvar!» (Jonás 2: 9). Pero en los capítulos 3 y 4, el mismo Jonás que fue rescatado por la gracia de Dios, ¡se enoja cuando la gracia se extiende hacia los ninivitas!
Lamentablemente, el síndrome doña Florinda persiste, no solo en la sociedad, sino también en las vidas de muchos seguidores de Cristo. Experimentamos alegría cuando Dios perdona nuestras continuas caídas, pero nos enfadamos cuando extiende su perdón hacia nuestro prójimo, a quienes consideramos chusma, inferiores e indignos de la gracia celestial. ¡Qué contradicción!
Por tanto, cada vez que este síndrome me tienta, recuerdo la pregunta con la que Dios concluye el libro de Jonás. Al hacérsela a Jonás, en realidad me la está haciendo a mí, y también a ti: «¿Y no tendré yo piedad de Nínive?» (Jonás 4: 11). En el día de hoy, ¿no debería tener yo piedad de mis semejantes? ¿Contaré con la valentía de amar a los demás, así como Dios me ama a mí?