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Se cuenta la historia de una ciudad que estaba siendo fuertemente asediada por un poderoso enemigo. Como el sitio se prolongó, la ciudad quedo sumida en la miseria extrema y no parecía haber ninguna esperanza de alivio. Cuando los habitantes estaban al borde de la rendición, decidieron realizar una consulta para determinar cuál sería la mejor acción a tomar ante la precaria situación en la que se encontraban. En ese momento, un sabio sugirió algo inusual: aprovechar el número considerable de cadáveres que tenían debido al hambre. Propuso vestirlos con armaduras y colocarlos en los muros de la ciudad durante la noche. Al llegar la mañana, los enemigos vieron un considerable número de «soldados» apostados en el muro y pensaron que la ciudad había recibido refuerzos y suministros durante la noche. Los enemigos se desanimaron al ver que no podrían lograr que la ciudad se rindiera, por lo que decidieron retirarse, y de esta manera la ciudad fue salvada.
Esta extraña historia guarda cierta similitud con la vida espiritual. Todos, en algún momento de nuestro caminar con el Señor, hemos experimentado los feroces ataques del maligno, quien nos bombardea con el recuerdo de nuestros errores pasados para debilitarnos. David describió un asedio semejante cuando declaró: «Mientras no confesé mi pecado, mi cuerpo iba decayendo por mí gemir de todo el día [...]. Como flor marchita por el calor del verano, así me sentía decaer» (Salmos 32:3-4).
Pero, al igual que ocurrió con la ciudad en esta historia, la solución tanto para David como para nosotros radica en exponer los esqueletos que guardamos en el armario, es decir, en confesar nuestros pecados. El salmista señala: «Pero te confesé sin reservas mi pecado y mi maldad; decidí confesarte mis pecados, y tú, Señor, los perdonaste. Por eso, en momentos de angustia, los fieles te invocarán, y aunque las aguas caudalosas se desborden, no llegarán hasta ellos» (Salmos 32: 5-6). La iniciativa de confesar nuestros pecados nunca podrá surgir de una mente humana. David indica al final del Salmo que esa idea solo puede surgir de la mente del Dios que nos dice: «Yo te daré instrucciones, te daré consejos, te enseñaré el camino que debes seguir» (Salmos 32:8). ¿Te sientes asediado por el mal? Consulta al Señor, confiesa tus pecados y él te dará la victoria.