|
Una mañana, mientras tomaba el desayuno en la editorial, entablé una conversación con uno de mis colegas, que resulto sumamente interesante, ¿Cómo está tu familia?», le pregunté. «De lo mejor», fue su respuesta. Acto seguido me contó que el fin de semana anterior había visitado a su hermano, que recientemente había recibido un trasplante de médula ósea. «¿Recuerdas que mi hermano estaba lleno de canas? -me preguntó-. Pues después del trasplante se le cayó todo el pelo y luego le volvió a salir, pero marrón». Inicialmente, pensé que mi amigo me estaba describiendo una especie de rejuvenecimiento, así que solo por curiosidad le pregunté: «¿Y su pelo no era marrón?». «¡No! Siempre había tenido el pelo negro».
El comentario me dejó intrigado. Entonces me explicó que las personas que reciben trasplante de médula ósea experimentan cambios en su cuerpo de tal manera que empiezan a parecerse a la persona que les donó médula ósea. Los cambios pueden ser tan sencillos como cambio de color de pelo, tan interesantes como un cambio de color en los ojos y tan radicales como un cambio en el temperamento.
Estoy seguro de que más de un joven o señorita que me lee estaría interesado en cambiar su color de pelo o de ojos, pero siendo sinceros, creo que la mayoría preferiría un cambio de temperamento, poseer un carácter más apacible y menos combativo, más propenso a perdonar y más misericordioso. Si ese es tu deseo, no necesitas un trasplante de médula ósea, sino un trasplante de espíritu. Y justo eso es lo que el Señor promete hacer en el versículo de hoy: «Pondré mi Espíritu en ti. Lo haré para que vivas por mis leyes y para que obedezcas mis reglamentos» (Ezequiel 36: 27, PDT).
En la cruz del Calvario, Jesús derramó su sangre para que hoy tú y yo podamos vivir vidas nuevas y los que hemos recibido la sangre del Cordero llevamos vidas completamente nuevas. Quizás nuestros ojos no han cambiado de color, pero sí hemos fijado la mirada «en las cosas de arriba, donde está Cristo» (Colosenses 3: 1, NBV). Como Pablo, gracias a la sangre de Jesús, hoy tú y yo podemos repetir: «Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gálatas 2: 20, NBV).