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Cuando Joel David tenía un poco más de un año, mi esposa le enseñó que los tomacorrientes no se tocan. Así que él se acercaba a ellos, decía «tete no», queriendo decir «la corriente no», y luego trataba de introducir los deditos. Por suerte habíamos cubierto todas las salidas. También le enseñamos que no se debía introducir en la boca lo que había en el suelo. Así que cuando él agarraba algún objeto del suelo, movía el índice de un lado hacia el otro y sacudía la cabecita de un lado hacia el otro, como diciendo: «No». Y justo después de decirle al mundo que no, se metía el objeto en la boca.
Quizás te estés riendo, pero ¿no actuamos los adultos de la misma manera? Sabemos qué es bueno y qué es malo; no obstante, y contra toda lógica, constantemente escogemos el mal. ¿Por qué nos cuesta tanto controlar nuestros impulsos? ¿Y qué podemos hacer al respecto?
Nos cuesta controlarnos porque somos pecadores. Aunque sabemos lo que es bueno, deseamos el mal y tarde o temprano terminamos inclinándonos hacia aquello que deseamos, consciente o inconscientemente. Lo más trágico de nuestra situación es que no basta con tener autodisciplina, pues, aunque esta pueda proporcionarnos una victoria superficial, en el fondo seguiremos siendo pecadores.
Para lograr el autocontrol, hemos de experimentar una transformación interna. Y eso solo se consigue mirando a Jesús, «pues de él procede nuestra fe, y él es quien la perfecciona» (Hebreos 12: 2). En Getsemaní, Jesús se debatió entre su deseo natural de supervivencia y la misión de salvarnos. Aquella noche él dijo al Padre en oración: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lucas 22: 42). Pero Jesús no aprendió a escoger la voluntad de Dios en una noche. Tres años y medio antes, en el desierto, batalló contra el hambre, y cuando Satanás le ofreció una salida fácil, contestó con un «Escrito está» (Mateo 4: 4, RV95).
Pablo nos aconseja: «Todo pensamiento humano lo sometemos a Cristo, para que lo obedezca a él» (2 Corintios 10: 5). Si queremos alcanzar este ideal hemos de seguir el ejemplo de Jesús: oración, internalización de las Escrituras y entregar nuestra voluntad al Padre. Separados de Jesús, no podemos lograr nada; pero unidos a él, la victoria está garantizada, incluso contra nosotros mismos.