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Obsesionados con el cuerpo

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» Por tanto, os digo: No os angustiéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni ti por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. ¿No es la vida más que el alimento y el cuerpo más que el vestido? [...] ¿Y quién de vosotros podrá, por mucho que se angustie, añadir a su estatura un codo?» (Mat. 6:25, 27).

Los Juegos Olímpicos ofrecen cada cuatro años a millones de espectadores la posibilidad de ver en directo la lucha de los mayores campeones mundiales de atletismo contra los límites de sus facultades físicas. Unos límites que todos enfrentamos también, cada día, en muchos otros ámbitos, a nuestro nivel. Nuestra comparación con esos atletas en cuanto a rapidez, fuerza, resistencia, precisión y destreza, confróntalo, queramos o no su impresionante forma de campeones con nuestra modesta realidad. Con nuestro reumatismo, nuestra hernia discal, nuestra flacidez o nuestra decrepitud.

Por supuesto que resulta difícil permanecer indiferentes a la agilidad, la juventud, la forma y la belleza ajena, en una sociedad que cotiza lo físico como uno de sus más altos valores. Cremas antiarrugas, dietas milagrosas, gimnasia personalizada, estiramientos de la piel (liftings), cirugía estética, depilatorios o injertos capilares. Todo parece tener el mismo lema: parecer «más joven, más atractivo, más sexi».

En el supermercado sin límites de las apariencias nefasta fábrica de obsesiones-el cuerpo, torneado por el culturismo, estimulado por la farmacopea, rectificado por la cirugía, maquillado por la química y explotado caprichosamente por la moda, se ha convertido casi en un objeto de culto.

Tras superar el funesto error de despreciar el cuerpo como enemigo pecaminoso del espíritu, nuestro mundo está cayendo ahora en el error no menos peligroso de idolatrarlo como si fuera nuestro valor supremo.

¿Resultado? Por ese camino corremos el riesgo constante de caer en la trampa de la egolatría y del narcisismo, sacralizando nuestro cuerpo o profanándolo. Porque el cuerpo, ese mecanismo tan frágil como maravilloso, de cuyo mantenimiento somos responsables, es también, no lo olvidemos, templo del Espíritu (1 Cor. 6: 19).

Quien reconoce la vida como un don de valor infinito, a la vez que sumamente vulnerable, no puede por menos que esforzarse en potenciar su salud y la de los demás, como hacía Jesús. Pero eso no le hizo jamás olvidar la realidad de aquellos cuya situación está muy lejos de este ideal. Para él, todo cuerpo, por enfermo, deformado o disminuido que se encuentre, conserva inalterable la dignidad de su origen, creado «a imagen de Dios» (Gén. 1: 27).

Señor, enséñame a cuidar debidamente mi cuerpo, hasta el día en que me devuelvas definitivamente la forma que querías para mí.

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