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Jesús atrae a los dolientes. Todos le traen a sus enfermos para que les haga bien. Su mera presencia, su contacto de amor, ya les hace sentirse mejor. Pero no los sana de forma colectiva: los atiende individualmente, a «cada uno de ellos».
Jesús siempre pone al ser humano en el centro de su actividad. Toma en consideración sus necesidades personales, sus problemas particulares, sus expectativas íntimas. Así se gana nuestra confianza, la de los enfermos que somos todos, como el terapeuta (psicólogo, pastor y sanador) que él era y sigue siendo. Jesús «tomó nuestras enfermedades y cargó con nuestras dolencias» literal y personalmente (Mat. 8: 17).
¿De qué sanaba Jesús a cada uno de esos seres humanos necesitados de curación? Sin duda, más o menos de lo mismo de lo que desearíamos sanar nosotros hoy, o de lo que necesitaríamos sanar sin que seamos muy conscientes de ello. Porque todos, cada uno en un ámbito distinto, somos igualmente vulnerables.
Jesús sanaba el cuerpo deteriorado por el paso del tiempo o por los abusos cometidos. La mente enferma. El alma herida por las faltas acumuladas. Ese dolor interior de sentirse incomprendido o injustamente maltratado que tanto devasta a la autoestima. El sentimiento de culpa, de vergüenza ante nuestro propio odio o desprecio. Saciaba también la sed espiritual, esa sed del alma, que hiere el corazón con la bienhechora llamada del infinito, con deseos de elevación y superación.
Jesús sabía que una verdadera acción terapéutica no podía limitarse a tratar solamente al cuerpo, sino que debía ocuparse del paciente en todas sus dimensiones: física, mental, emocional, social y espiritual.
La pertinencia y la modernidad de Jesús como terapeuta se manifiestan precisamente en que su acercamiento a los enfermos tiene en cuenta esta globalidad del ser. Su actitud frente al sufrimiento integral del paciente sigue siendo hoy en día un modelo de excelencia y de saber hacer para todos, y no solo para los profesionales de la salud.
Señor, yo también acudo a ti hoy, como aquellos enfermos que sanaste al atardecer en Capernaúm, para que pongas tus manos sanadoras sobre todo aquello que tú sabes que necesita curación y me des lo más me convenga.