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Para cualquier mujer, en cualquier sociedad, es terrible llevar doce años enferma con hemorragias, Pero en el entorno judío ortodoxo del siglo 1, es algo insoportable. Todos la evitan por «inmunda», porque dicen que contamina lo que toca. Nadie quiere entrar en contacto con ella. Y, por si fuera poco, la parte precisa donde ocurren sus derrames denuncia, para el vulgo cruel, el lugar del castigo por su pecado.
La noticia del paso de Jesús de Nazaret por la ciudad le hace abrigar la esperanza de salir de su infierno. Dicen las gentes que este rabí tiene la facultad de curar los males del cuerpo y los del alma. Que basta con acercarse a él para que, con la j paz de su presencia, ya se sientan mejor. La hemorroísa no quiere perder esa oportunidad por nada del mundo. Porque aún más que su salud física, lo que busca es la aceptación divina.
Ocultándose como puede, para no ser reconocida, se introduce entre la multitud hasta encontrarse justo detrás del Maestro. Esta es la ocasión de su vida. Aprovechando un empellón, la mujer osa alargar el brazo y tocar el fleco del manto del joven profeta. Y en el mismo instante siente que su hemorragia cesa.
Pero el Señor de la vida no deja nunca las cosas a medias y busca a quien intenta ocultarse, hasta que sus miradas se encuentran. Necesita terminar su obra sanadora en ella. No quiere que regrese a casa pensando que el manto del Rabí tiene poderes mágicos. Por eso le dice en voz alta, para que todos lo oigan, que su manto no ha hecho nada. «Es tu fe en el Dios sanador la que le ha permitido actuar en tu favor. Ve en paz». El evangelista precisa que lo que más deseaba era ser «salva» y que «fue salva desde aquel momento».
En ocasiones el contacto con Cristo tiene efecto de hospital para curar nuestros diversos daños, pero también tiene efecto de templo, pues nos acerca a Dios para transformar nuestra vida, de modo que cada vez haya menos daños que curar.
Dame, Señor, esa fe que salva.
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