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Terapia profunda, completa

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«El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón, a pregonar libertad a los cautivos y vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos» (Luc. 4: 18).

En esta declaración Jesús describe las consecuencias del pecado en términos de carencias y enfermedades diversas, cuya curación necesita diferentes terapias. La frase más concreta, «sanar a los quebrantados de corazón» no aparece en todas las traducciones, pero, como está en el original hebreo (Isa. 61: 1-2), solo puede haber sido omitida aquí por inadvertencia de algunos copistas.

El pecado es un estado que nos enferma, nos desequilibra, perturba nuestra serenidad y nos hace desgraciados. En muchos aspectos es peor que todas las enfermedades físicas. Hay tumores cancerosos que, aunque sean malignos, si están localizados se pueden extirpar. Los cirujanos abren el organismo del paciente y extraen la tumoración con cuidado, para no dañar el resto. Después, realizan algunas pruebas para asegurarse de que la operación haya sido un éxito. Si lo es, el paciente estará curado. Si no reincide, podrá llevar una vida normal el resto de sus días.

Muchos creyentes se refieren al pecado como si fuese un tumor. Como si estuviese localizado en algunos «vicios», «malos hábitos» o «malas acciones» que se pueden extirpar de forma puntual, de modo que, tras la intervención divina, el paciente queda sano de su problema espiritual. Ojalá fuese así de fácil. Es cierto que Dios lo puede todo, y hay «tumores» morales y existenciales que él erradica de hecho de nuestra vida. Se trata de pecados (en plural) localizados, acciones nocivas y actitudes tóxicas que Dios constantemente nos ayuda a vencer. El pecado (en singular) es otra cosa.

El pecado es más bien como esos cánceres que se extienden y penetran hasta lo más profundo del organismo, enfermando al paciente de forma total. Los médicos consiguen extirpar un tumor aquí y otro allá, pero no pueden erradicar la enfermedad. La única forma de arrancar lo malo sería suprimirlo todo. Sus tratamientos solo consiguen alargar un poco la vida del paciente y, mediante cuidados paliativos, hacer la existencia más soportable. La «enfermedad» del pecado es un estado global que afecta a toda nuestra naturaleza.

Cristo, nuestro gran médico, vino a este mundo para darnos vida, la salud definitiva en la eternidad, pero mientras vivamos en esta tierra solo promete paliar nuestros males.

Señor, hasta el día en que puedas regenerarme del todo y convertirme en un ser nuevo, me someto a tu terapia de amor, alentado por la esperanza, en la salud definitiva que me prometes.

CON JESÚS HOY

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