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Jesús Lloró

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«Jesús lloró» (Juan 11: 35).

Este es el versículo más corto de toda la Biblia, pero no el menos elocuente.

Ante la tumba de Lázaro, Jesús llora. Pero no por el muerto, sino por los vivos. Al ver la pena de sus seres queridos, Jesús no puede por menos que compartir su llanto. Pocas cosas son más dolorosas que el sentimiento de abandono que deja la ausencia de nuestros difuntos. Y pocas son más difíciles de asumir que la muerte de un joven, en la plenitud de la vida.

Al golpe cruel de la pérdida se añade el dolor de la soledad y el de la rabia ante el aparente silencio de Dios. En este trance el Maestro sabe que sobran los discursos. Ante esos rostros sin esperanza, Jesús intenta explicar que este adiós no es definitivo. Que la muerte es un sueño, un paréntesis en la vida consciente, una realidad pasajera.

Jesús llora con los que lloran. Sabe que nos hace bien llorar en los brazos de alguien que nos comprenda, y que el dolor se hace más penoso cuando sufrimos solos, o cuando morimos solos. Como dice Miguel Torga, en medio de nuestra soledad «la tragedia humana es tan honda que el bálsamo de que disponemos no llega al fondo de nuestras heridas» (La creación del mundo, Madrid: Alfaguara, 2000, pág. 551).

Jesús comparte nuestras lágrimas porque desea que nosotros compartamos su esperanza. Amar a alguien de veras es desear que no muera nunca. Por eso Dios quisiera darnos, desde ahora y para siempre, vida abundante. Pero la piedra del sepulcro es más fácil de retirar que las losas de nuestros prejuicios. Para Dios lo más difícil no es hacer que · Lázaro abandone la tumba, sino lograr que los presentes abandonen la convicción de que su muerte es definitiva.

Como hizo con las hermanas de Lázaro, Cristo hoy nos asegura que él es la resurrección y la vida (Juan 11: 23-27). Todo aquel que confía en él no morirá eternamente. Con él hasta nuestros sufrimientos más atroces se vuelven llevaderos, porque su resurrección nos garantiza que hasta nuestros peores males son pasajeros.

Con él ninguna vida es fútil. Ninguna desgracia es fatal. Ninguna lápida es lo bastante pesada como para cerrar definitivamente una tumba. El sepulcro más siniestro es un lugar de paso, porque la vida y el amor triunfarán al fin sobre el mal y la muerte.

Señor, hoy me aferro a tus promesas, seguro de que en el peor drama de nuestra historia la última palabra no la tendrá la muerte, sino la vida. Y de que en tu reino nadie volverá a llorar.

CON JESÚS HOY

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