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Ayax era un adolescente lleno de vida cuando llegó con sus padres a nuestra iglesia hispana de Berrien Springs (Michigan). Se acercaba el fin del año 1980. En aquel momento yo era anciano en funciones y recuerdo con emoción la mirada brillante y decidida de Ayax pidiéndome el bautismo. Recuerdo haberle dicho que estábamos entrando en el invierno, que muchos miembros de nuestra comunidad iban a salir de vacaciones por las Navidades y que la iglesia prefería tener una gran ceremonia bautismal a final de curso, ya más cerca del verano, una estación mucho más agradable en aquellas latitudes.
Pero a Ayax no le disuadieron mis argumentos. Quería bautizarse sin más dilación porque le había prometido a Dios que en cuanto llegase a un lugar seguro, se entregaría plenamente a él. Tras algún intento fracasado para salir de Cuba, su país de origen, su familia había conseguido llegar a los Estados Unidos en uno de aquellos barcos que · llamaban «Marielitos» y Ayax quería cumplir su promesa cuanto antes. Así fue como tuve el privilegio de bautizar a este magnífico muchacho de trece años, a los pocos días de su llegada, en una ceremonia ante toda la iglesia, pero solo para él.
Jamás hubiera podido imaginar que, pocos días más tarde, en plenas vacaciones navideñas, tendría que oficiar también su funeral. Atrapado en una tormenta de nieve, el auto donde viajaba con sus padres fue arrollado por una enorme máquina quitanieves y el chico no sobrevivió al accidente.
Era desolador depositar el féretro de aquel joven magnífico, cuya vida había sido tronchada absurdamente antes de ser vivida, en la fosa de aquel cementerio cubierto por la nieve y barrido por la ventisca, en el que nada recordaba la vida.
Las palabras de Jesús ante la tumba de Lázaro, evocadas en aquel triste adiós ---«Todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente»resonaron en mi mente con más fuerza que nunca. Si yo, que no había tenido apenas nada que ver con la existencia de Ayax, me rebelaba contra su muerte, ¡cuánto más Dios, su padre celestial, desearía que no muriera para siempre! ¡Si yo, que solo acababa de conocer a Ayax, hubiera deseado verlo crecer feliz al servicio de Dios, como era su deseo, ¿cuánto más Dios desearía disfrutar de su compañía por toda la eternidad!
Señor, ayúdame a compartir mi fe en que, si aceptamos tus promesas de amor, nadie tiene que morir para siempre.