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Como la serpiente en el desierto

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«Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, el hijo del hombre tiene que ser levantado, para que todos los que creen en él tengan vida eterna» (Juan 3: 14-15).

Debe de ser terrible morir envenenados por mordeduras de serpiente. Y debe de ser impresionante sanar de esas letales mordeduras al poner la vista y la fe en aquel misterioso madero, levantado por Moisés en el desierto. Jesús evoca aquella portentosa experiencia vivida en el éxodo por los antepasados de Nicodemo (Núm. 21:4-9).

Jesús desea hacerle comprender que todos los seres humanos, heridos de muerte en el fondo de nuestro ser, accedemos a la nueva vida que Cristo ofrece como quien es curado de una herida mortal. Porque el nuevo nacimiento es, en realidad, un pasar de muerte a vida. Pasar de una vida limitada en el seno de lo humano a una vida abierta a todas las posibilidades del Ser. Pasar de una realidad condenada a la muerte a una realidad abocada a la Vida. Porque en nosotros se dan dos niveles de existencia, uno carnal y otro espiritual. Lo que la Biblia llama «carne» transmite la débil condición humana; el espíritu, la fuerza de Dios.

Muchas de nuestras aspiraciones suelen quedar, aun con la mejor voluntad, en el nivel del bienestar económico, la satisfacción familiar o el prestigio personal. En este plano nunca conseguiremos realizar el proyecto de vida que Dios tiene para nosotros: «Lo que es nacido de la carne, es carnal; solo puede ser espiritual lo que nace del espíritu» (Juan 3: 6). Solo podemos vencer nuestra impotencia espiritual con el poder divino.

Nicodemo sabía mucho de religión, pero no había aprendido todavía que la vida espiritual no depende de nuestros conocimientos acerca de Dios, sino de nuestra relación concreta con él.

«No te extrañe», prosigue Jesús, «que insista en hablarte de volver a nacer sin esperar a que llegues a entenderme. El Espíritu es como el viento; sus efectos se notan sin que sea necesario comprender los mecanismos de su funcionamiento».

Al renacer espiritualmente, seres violentos se convierten en defensores de la paz. Individuos bloqueados por el odio son capaces de perdonar. Egoístas profundos se entregan a las más generosas empresas... No importa no saber razonar el proceso de nuestra regeneración. Lo que importa es que se produzca. Y para ello lo único imprescindible es el consentimiento de nuestra voluntad. El resto lo trae la poderosa energía de la gracia. No se puede precisar cómo surge, pero en un momento dado irrumpe en nuestra vida y la transforma. El nuevo nacimiento no se explica; se experimenta. Y no de una vez por todas, sino cada día (2 Cor. 4: 16).

Empezando (o continuando) hoy.

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