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Como un Imán

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«Y yo, cuando sea levantado de la tierra, a todos, atraeré a mí mismo» (Juan 12: 32-33).

De los (escasos) juguetes que recibí siendo niño, recuerdo con un cariño especial, dos recibidos de mi abuela paterna: un hermoso imán, del tamaño de una herradura, y una pequeña brújula, «para que te orientes cuando estés perdido y te haga falta», me dijo.

Me fascinaba que el imán tuviese poderes para atraer cosas de hierro: llaves, clavos o clips. Incluso cuando el objeto atraído no podía «ver» al imán. Porque era capaz de atraer a una llave dentro de mi bolsillo a través de la tela del pantalón, y de mover a todo un grupo de clavos desde debajo de una hoja de papel.

Algo parecido me ocurría con la brújula. Me intrigaba sobremanera que, diera yo las vueltas que diera, la aguja siempre siguiera señalando el norte. Jugando con este objeto, para mí con misteriosos poderes, me pasmaba constatar que incluso algo encerrado completamente en una cajita como aquella pudiera recibir la influencia de una lejana fuerza irresistible y de responder a ella.

Estas inocentes experiencias con el imán y la brújula dejaron en mi joven mente impresiones imborrables. Si fuerzas poderosas, pero invisibles a mis atónitos ojos, actuaban de manera palpable e innegable en el mundo de mis experiencias más banales, no tenía argumentos para poner en duda que, oculto más allá de las apariencias de las cosas, hubiera también alguien con tremendos poderes, capaz de influir sobre mí y de atraerme a él.

El texto de hoy da a entender que Jesús confiaba en que su venida a este mundo, aunque terminase en una cruz, finalmente cumpliría sus propósitos. Sabía que el don de su vida actuaría sobre los seres humanos como un poderoso imán espiritual, que atraería a las almas sensibles hacia sí mismo, conquistadas por la fuerza de su amor.

El texto incluye a «todos» porque sin duda no hay ningún ser humano que, en mayor o menor medida, en alguna circunstancia, aunque solo sea por las profundas necesidades de su naturaleza, no experimente en algún momento de su vida esa atracción, esa necesidad casi irresistible, de un Salvador.

Él»ser levantado de la tierra» parece una velada profecía doble: en primer lugar, se refiere al terrible clímax de la vida de Jesús en la cruz; pero en segunda instancia apunta también al glorioso desenlace de esa vida, culminando definitivamente en el cielo, desde donde sigue atrayéndonos hacia él como un imán celestial.

Señor, no dejes hoy de atraerme hacia ti y de marcar el norte espiritual de mi vida.

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